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El cielo del autómata: Lo velado en Ray Allen, por Andrés Monje

El cielo del autómata: Lo velado en Ray Allen, por Andrés Monje

Artículo sobre Ray Allen publicado el 29 de mayo de 2014.

Uno de los parajes más bellos a la par que decisivos en el baloncesto se encuentra en todo aquello que ocurre en segundo plano con respecto al balón. Ese baile de cuerpos en búsqueda del dominio espacial, toda construcción del contexto sobre el cuál lucirá después la jugada cuando el foco apunte y la respiración se entrecorte.

En todo aquello que sucede detrás del telón, la preparación real previa a la ejecución, habita en gran medida el éxito de un colectivo. La necesidad de dominar esos escenarios, a menudo carreteras secundarias, marca en buena medida el grado de resolución de un equipo en una situación límite.

En otras palabras, la automatización del movimiento, el control individual y global de esas guerrillas, puede derivar en ese segundo, metro o balón extra que defina un partido, un año o incluso toda una vida.

Es por ello que ha de considerarse igualmente valioso, en ocasiones hasta arte, aquello que sucede paralelamente a la acción principal. Porque todos apreciamos el lanzamiento, ese justo instante en el que el tirador se reta con el aro, pero no podemos ignorar el preámbulo a ese duelo. Cómo se llegó hasta ahí.

Aquel sprint previo sobre el ancho de la cancha, y que no dibuja línea recta, de ese mismo protagonista, evitando trampas en forma de cuerpos rivales y apoyándose en ventajas con el fin de llegar al punto adecuado, y en el momento idóneo, unas décimas antes que su marca y que la ayuda. Las suficientes como para, ya con la luz plena sobre su figura, encontrar equilibrio en el suelo, tomar impulso y castigar la red.

Ese juego en la sombra posee una atracción descomunal, un imán irresistible, especialmente hacia todo aquel demente del juego que encuentre placer en esos detalles a priori menores, en el fondo cruciales. De cómo Ray Allen ha encontrado en ese funambulismo su forma de vida se construye la base para una carrera ligada a la élite por obsesión. Por puro hábito.

El de Allen es el ejemplo de molde construido totalmente a sí mismo, reduciendo a la mínima expresión el impacto del azar en su destino. O al menos impidiendo su impacto frontal. Así, la imagen que bien serviría para ilustrar su carrera, la de la resolución brillante e innata sobre el alambre, convirtiendo segundos de agonía en el triple más importante de la historia de las Finales, no es más que un prototipo más de su fábrica al por mayor.

Contaba Mario Chalmers hace dos veranos (2012), durante el training camp de Miami, a inicios de curso, cómo su voluntad de acudir antes de fecha a los entrenamientos, síntoma de implicación, había quedado casi tapiada cuando al llegar se encontró allí a un tipo sin camiseta lanzando a canasta sin parar, desde todos los sitios. Uno que, descubrió más tarde, llevaba ejercitándose allí ya unos días. Aquel obseso, que sería nuevo compañero, tenía 37 años y llevaba una carrera de asombro a su espalda (anillo y oro olímpico, entre otros honores). Su nombre era Ray Allen.

Ray Allen

Adicto a su profesión, profesional modélico

La situación, ver cómo uno de los mejores tiradores de todos los tiempos, sin necesidad de demostrar ya nada, llegaba antes que nadie a los entrenamientos para practicar esa faceta que ya dominaba, marcó a Chalmers. Ese detalle bien define su método, cómo concibe su carrera y hasta dónde alcanza la profesionalidad de alguien ya subido a la cima. Cómo la ambición no tiene por qué apagarse nunca si no existe predisposición a que así suceda. Cómo el trabajo deriva en virtud.

No fue la única sorpresa que deparó Ray Allen durante sus primeros días como miembro de los Heat. Reunido con el cuerpo técnico, valorando por primera vez su papel en el equipo, el escolta formado en Connecticut tardó apenas un par de minutos en dejar su sello.

Allen, hasta entonces en Boston y padecido hasta hace unos meses por los propios Heat, reveló claves para lograr que todo aquel sufrimiento que él mismo provocó pudiese llegar a su fin en la parcela defensiva. Cómo buscar antídoto a ese perfil de especialista en un lado de la cancha y, a la vez, cómo maximizar su figura, unida a la atracción gravitatoria generada por Dwyane Wade y -especialmente- LeBron James en el otro lado.

Los aportes tácticos de Allen sobre un sistema del que nunca antes había formado parte deslumbraron a los allí presentes, sentaron la base para su adaptación al nuevo escenario. En realidad toda integración se vería acelerada por su grado de profesionalismo, posiblemente el principal rasgo a extraer de toda su carrera. Comenzando por una milimétrica dieta, pasando por las rutinarias e interminables sesiones físicas y de lanzamiento, hasta llegar incluso al código de actuación con respecto a la prensa o toda relación con la propia Liga. Todo perfectamente controlado.

Porque a Allen, ajeno a extravagancias, resulta difícil verle alejado del impoluto traje fuera de la cancha, pero directamente se convierte en imposible hallar desplantes a los medios, en realidad incluso situaciones no ligadas a una corrección mayúscula en el trato, no importa contexto, momento ni lugar.

Transmite la sensación de que conjuga el jugador la pasión por lo que hace con el permanente desafío del cénit en ello. En cualquier detalle. Y traslada esa obsesión a una capacidad desmedida de trabajo, que transforma en hábito no sólo el arte del lanzamiento, el factor más visible y que le ha consagrado como élite histórica, sino cualquier faceta vinculada a su profesión. En otras palabras, la capacidad de ser extremadamente profesional, bajo cualquier circunstancia, de Ray Allen es, muy por encima de cualquier otro, el detalle que ha convertido a la persona en jugador de élite y al jugador de élite en leyenda.

Maestro en sombra y luz.

¿Por qué es tan importante la figura de un tirador como Ray Allen? ¿Qué hay más allá de un profesional que practica el tiro hasta la extenuación y consigue dominarlo? La excelencia al desarrollarlo. Hay tres aspectos que marcan decisivamente la figura de Allen como tirador, faceta secundaria de su perfil como jugador y en la que se entrará posteriormente.

Ray Allen

La mecanización del lanzamiento llevada al arte

En primer lugar, su dominio de toda acción previa al tiro. Es decir, cuando aún el lanzamiento es un feto, cuando la acción colectiva trabaja para encontrar ese momento y procurar que se alcance en buenas condiciones (sin defensores impidiéndolo). Allen es un fuera de serie manejando ese tiempo-espacio que precede al momento clave.

Porque existen tiradores fabulosos tras bote (Stephen Curry, Steve Nash, Kobe Bryant), acostumbrados a un manejo habitual del balón y concebidos para aprovechar cualquier ventaja especialmente tras pick&roll. Pero lo de Allen es diferente. Ray es ajeno al balón durante toda la acción, únicamente entra en contacto con él para definir (catch&shoot), pero su capacidad para encontrar impulso, equilibrio y ejecución (sea o no el lanzamiento liberado) es prodigiosa. El 96% de sus triples este curso han llegado tras asistencia, es decir, generados por otro y ejecutados por él.

El arte de superar pantallas, propias y ajenas, para resolver con éxito como rutina, diferencia a Allen de prácticamente cualquier tirador que haya jugado en la Liga, situándole en la órbita del otro gran especialista histórico en ese arte, Reggie Miller. El timing de encontrar el espacio para salir del bloqueo y castigar al rival no halló esfera superior a ellos dos.

En segundo lugar, posterior ya a su control de lo que precede al lanzamiento, se encuentra lo más obvio. El propio tiro en sí. Allen es un gran tirador principalmente porque durante su vida ha dedicado más horas a lanzar a canasta de las que cualquiera de nosotros haya podido dormir. La mecánica importa, se perfecciona y acelera el éxito. Incluso el toque natural (el llamado ‘touch’), que algunos privilegiados poseen, ayuda.

Pero al final es la repetición la que hace al tirador. La repetición masiva, enfermiza. Aquella que llevó a Michael Jordan a dominar el ‘fade away’ o a Tim Duncan devolver a escena el tiro a tabla. Aquella que puede convertir en un buen tirador a cualquiera que se lo proponga y dedique su esfuerzo en ello. La misma que hace a Allen cumplir sus milimétricas rutinas de entrenamiento a diario, lo que el propio Nash definió en una ocasión como elemento crucial para el progreso en cualquier campo. “El verdadero valor de un jugador lo marca lo que hace todo ese tiempo en el que sabe que nadie le está observando”.

Por último, el tercer aspecto que define a Ray Allen como tirador es el que separa definitivamente su figura de la inmensa mayoría de competidores: la faceta mental. Porque encuentra todo protagonista la situación esperada para demostrar su condición, esa oportunidad vestida con ingentes cantidades de presión. El momento que separa a hombres de héroes, el que aguardan los testigos para escribir en los libros. Y Allen es simplemente un superdotado de esos escenarios. Uno al que la presión no reduce sino agiganta.

Porque a la hora de lanzar influyen no sólo la capacidad de llegar a ese tiro o la rutina al ejecutarlo, también la capacidad mental de devorar ese momento y que no sea él quien te devore. La presión es real incluso para tipos que habitan día a día sobre ella. El factor definitivo que marca la figura de Allen es la de ser capaz, bajo máxima presión, de realizar lo mismo que logra en una pista vacía, durante una sesión de práctica cualquiera.

La influencia más allá del tiro.

No obstante, aun siendo Allen el jugador con mayor cantidad de triples anotados en la historia de la NBA (superó a Reggie Miller en 2011), poseedor de la mejor marca de siempre en un partido de Playoffs (9) o el séptimo de unas Finales (7, junto a Mike Miller), su influencia va más allá de ese rango. En otras palabras, ser una eminencia en esa disciplina no significa que su aportación se limite a ella de forma exclusiva.

La pérdida de explosividad, tanto en el primer paso como en la velocidad botando, ha reciclado a Allen (que cumple 39 años en julio) en un jugador de gran impacto en la ‘zona muerta’ de la cancha, cada vez más ahogada por la falta de espacios. Es decir, la media distancia. Y no sólo en la ejecución, lo mecánico en su figura, sino también en la distribución.

Allen se ha convertido en un regalo colectivo en esa esfera, por inteligencia al leer el juego y capacidad de mejorar toda circulación gracias a su interpretación (propia y ajena) del movimiento sin balón. El control del arte del corte, llevado a su máxima expresión, hace de Ray un jugador con una concepción del espacio muy desarrollada. Ve el baloncesto en tres dimensiones básicamente porque esa forma de valorar medio metro o unas décimas de segundo es la que ayudó a engrandecer su leyenda. Piensa y ejecuta muy rápido.

Al contrario de lo que pueda parecer, Allen en Miami sí ejerce influencia generando su propio tiro dentro del arco (49% de sus lanzamientos de dos no llegan tras asistencia) y, lo más relevante, ventajas al resto. Sobre todo a través del pase en ese radio de acción. Bastante más que en su etapa en Boston, más centrada puramente en un rol de ejecutor en cualquier zona.

Ray Allen

Conocemos el tirador. ¿Y el diamante colectivo?

Y de esa labor más global, colectiva, y alejada de su plenitud- el tiro- se aprovechan los Heat para alimentar la fluidez de un sistema ofensivo que valora especialmente el espacio, al entender su valor crucial en el baloncesto actual. El entendimiento de un rol limitado pero crucial, como alternativa de rotación de un equipo que prioriza el ‘small-ball’ (jugar sólo con un interior, que muchas ocasiones es igualmente capaz de abrir la cancha con el tiro), hace de Allen un elemento decisivo en el dos veces campeón.

Primero porque en ese sistema de movimiento, tan dinámico, él es una pieza de lujo. Capaz de tirar, interpretar los espacios y pasar el balón al máximo nivel. Dominar en definitiva el ‘ABC’ de la idea. Y segundo porque en contextos de necesidad, cuando la soga apriete el cuello colectivo, el recurso de la búsqueda de su tiro siempre permanecerá en el subconsciente, a punto para irrumpir y resolver.

Y es que llega un grado del dominio de una determinada faceta en el que el propio acto se guarda en el subconsciente. La automatización llevada al extremo revela la facultad de hacer algo, por complejo que resulte, de una forma plenamente natural. Tanto que llegue a parecer un don innato aun sin serlo.

Escribía Joseph Goodman en un diario de Miami, a la llegada de Ray Allen hace dos años, que verle elevarse y ejecutar de forma tan armónica la suspensión, incluso en entrenamientos, recordaba en cierto modo a la lengua de Michael Jordan o el dedo al cielo de Larry Bird, gestos ya asociados de por vida al deporte de la canasta. Poses inolvidables, con un significado propio.

No es la suspensión de Allen más que historia viva, un concepto por si mismo del juego. Algo a venerar, a rendir tributo cuando desaparezca para perpetuar al menos la sensación de que sigue presente. Sin embargo en la majestuosidad de esa obra no acaba el impacto de un dinosaurio que no perdió ambición pero sí ganó recursos.

Existe indudablemente lo autómata en Allen, lo obsesivo, aquello que le hizo un icono. Pero existe igualmente un lado oculto en su forma de aportar realmente a un equipo, más allá del tiro. Un espacio velado en el que, si uno se asoma, descubre otra maravilla.

Porque tan irresistible es en Ray Allen lo ya de sobra conocido como sugerente en él mismo lo que suele pasar desapercibido.

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