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«Hablando con Dios». Sixto Miguel Serrano y sus entrevistas con Michael Jordan (Parte 1)

«Hablando con Dios». Sixto Miguel Serrano y sus entrevistas con Michael Jordan (Parte 1)

Artículo originalmente publicado en la revista Gigantes del Basket

En varias ocasiones tuve la inmensa suerte de entrevistar en exclusiva a Michael Jordan, con el que hablé muchas veces más. Me pasaron cosas asombrosas con él, que no puedo sintetizar en un artículo, las contaré en una serie que empieza aquí. Descubrí que detrás del deportista más grande de la historia se esconde una persona más grande todavía, un ser humano excepcional.

Mi amigo Stan Albeck dirigió a Chicago Bulls la temporada 1985-86. Fue, por tanto, entrenador de Michael Jordan, pero la mejor jugada de estrategia la diseñó para mí: la número 23.

Siempre agradeceré haber conocido a Stan Albeck, y a Phyllis, su mujer, dos personas entrañables a las que quiero mucho. Cimentamos nuestra amistad en julio de 1985 en Princeton (New Jersey), en la Liga de verano de los Nets de Fernando Martín. Él era uno de los muchos entrenadores y scouts de la NBA, y de Europa, que la seguían. De todos esos personajes con los que tuve el honor de compartir tertulia en el hotel Ramada Inn todas las noches después de cenar, confraternicé con Mike Fratello, que entrenaba a un sensacional equipo de Atlanta Hawks, y, sobre todo, con Stan, que acababa de dejar su puesto de entrenador, precisamente en los Nets, para dirigir a Chicago Bulls, irrechazable oferta que implicaba trabajar con Michael Jordan.

Pero antes de disfrutar entrenando al más grande, Albeck tenía previsto pasar, una vez más, parte de sus vacaciones en España. Era un enamorado del país desde que lo pisó por primera vez en 1981, cuando, como entrenador de San Antonio Spurs, vino al frente de un excelente combinado de jugadores de la NBA (Mike Dunleavy, Micheal Ray Richardson, Reggie Theus, Purvis Short, John Drew, Greg Ballard, Dan Roundfield, Mark Olberding, Kevin McHale, Artis Gilmore) que tomó parte, como el Partizán de Belgrado de Drazen Dalipagic, en el torneo triangular que conmemoró los cincuenta años del Real Madrid de baloncesto.

Me dijo en Princeton que vendría a Madrid en septiembre con su mujer y yo me ofrecí muy gustosamente para ser su guía personal. De los Albeck y de una pareja que venía con ellos, el matrimonio formado por Larry Paben y su mujer, Gladyce. Él, empedernido bromista y bondadosa persona, era el odontólogo de Los Angeles Lakers (y de Los Angeles Kings, de la NHL). Me cayeron muy bien, y yo también a ellos. Doc Paben, utilizando sus muchas influencias en los Lakers, fue el responsable un año más tarde de que en el electrónico del mítico Forum de Inglewood lucieran nuestros nombres (el de Fernando Laura y el mío), dándonos una bienvenida (A Laker-Forum welcome) como la que dispensaban a los famosísimos personajes que frecuentaban Lakerland. Larry, que me presentó a su amigo y cliente Jack Nicholson (además de extraordinario actor, un tipo encantador), con lo del marcador me hizo uno de los mejores regalos de mi vida.

Le superó Stan con el suyo. Muy agradecidos (los americanos son así de nobles, por lo menos los que yo he conocido) por mis atenciones en Madrid, se ofreció a ayudarme en todo lo que necesitara cuando yo volviera a Estados Unidos. “Iré en octubre con un compañero fotógrafo”, le dije, “estamos fundando una revista semanal de baloncesto y queremos entrevistar a las grandes estrellas de la NBA”. Me refería a Gigantes, que estaba a unas semanas de salir.

Stan, ¿tú crees que Michael Jordan me concedería una entrevista en exclusiva?”. Su respuesta me ilusionó: “ Oh, seguro, Michael es muy buen chico (pretty nice guy, recuerdo sus palabras exactas, ¡hablaba de Jordan!). Te lo pondrá muy fácil y no te hará falta mi ayuda, pero yo le diré que eres amigo mío y te lo presentaré”.

El gran día llegó a mediados de octubre de 1985. Fernando y yo viajamos a Estados Unidos tres semanas antes de que empezara la NBA con una agenda cargadísima de partidos de preseason, fotos y entrevistas. Yo ya había hablado por teléfono con Stan y fijado la fecha de la entrevista a Jordan.

Nuestro vuelo desde Nueva York salió con retraso. Llegamos al aeropuerto O´Hare, era un día lluvioso en Chicago, con el tiempo justo, no pudimos ni registrarnos en el hotel, cogimos un taxi (conducido por uno de los varios taxistas etíopes apellidados Selassie con los que coincidí en Estados Unidos) y fuimos cargados con nuestras maletas directamente a la cancha de entrenamiento de los Bulls. Estaba a treinta o cuarenta minutos de la ciudad.

Entramos en la instalación con la tremenda emoción de conocer a un jugador al que Fernando y yo considerábamos ya una leyenda, a pesar de que sólo tenía 22 años y estaba a punto de iniciar su segunda temporada en la NBA.

El entrenamiento ya había empezado. Era la primera vez que veíamos a Jordan en persona. Nos impresionó su físico. No tenía el cuerpo tremendamente musculado de muchos de sus colegas, ni se acercaba a los míticos siete pies (seven footer, 2,13), pero su 1,98 y sus 88,5 kilos moldeaban un cuerpo perfecto para el baloncesto: rápido, elástico, flexible, ágil, atlético. Nos impresionó todavía más su actitud. Cuando se producía un parón y se distendía el ambiente, era el más bromista y creaba una fraternal camaradería con sus compañeros, no dejaba de hablar con ellos y de reírse. Pero cuando Albeck ordenaba que continuase el entrenamiento, se transformaba. Su rostro adoptaba una expresión de gravedad extrema, su mirada se congelaba, su absoluta concentración estremecía, su solemne seriedad paralizaba. He seguido muchos entrenamientos, he visto entrenar a los mejores jugadores de baloncesto y de fútbol y a uno de los mejores atletas de la historia, Carl Lewis (el día que en Houston le entrevisté a él y a otro fantástico velocista, Leroy Burrell), y nunca ví a nadie acercarse a lo que hacía Jordan: entraba en trance. Su profesionalidad y autoexigencia eran inigualables.

Laura y yo presenciamos en directo muchos partidos oficiales de Michael Jordan y eso es lo máximo que uno puede ver en esta vida. Verle jugar en persona era estar en el cielo. En deporte no hay, ni habrá, nada mejor. Pero también disfrutamos del enorme privilegio, y no muchos pueden decir lo mismo, de haber visto lo que había detrás, cuando los focos estaban apagados y él iluminaba todo y a todos con su entusiasta dedicación, su apasionada entrega y su sagrado respeto por su profesión.

Estábamos extasiados viéndole entrenar. Nos habríamos quedado allí eternamente. Pero el entrenamiento terminó. Stan me hizo una seña. Estábamos a punto de conocer al deportista más grande de todos los tiempos, Michael Jordan.

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