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Curry antes de Curry, por Andrés Monje

Curry antes de Curry, por Andrés Monje

Publicado originalmente el 9 de diciembre de 2015

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Sus manos son rápidas y su mente imprevisible, como si se hubiese formado en una escuela de magia. Aún se mueve agitado, con pasos cortos y numerosos, cual goteo extenuante. Jamás dejó su pupila de estar afilada, de mostrarse clínica. No importa qué haya podido observar ni conquistar. Y ha sido mucho a estas alturas.

Con él toda cuestión analítica, en cualquier espacio y tiempo, sigue resolviéndose de un modo simple: entrar en contacto con el esférico. Eso basta. Porque todo pasa entonces a ser emotivo, como si el balón fuese un hijo y no hubiese margen más que para la expectativa.

A Juan Carlos Navarro nunca se pretendió entenderle. No hizo falta. No mientras sea posible disfrutarle.

Los días en los que la hipnosis cruza rauda el Atlántico y queda atrapada por la apariencia frágil de un ángel que revoluciona el baloncesto, los días en los que todo, absolutamente todo, parece posible cuando Stephen Curry se adentra en el rectángulo, sirven para devolver el juego a su origen. Y de paso para recordar que en la belleza, en la forma de conmover, sigue hallándose lo bendito del baloncesto.

Alcanzar las dos cumbres soñadas: fondo y forma. Victoria y encanto.

El reconocimiento al héroe, el mimo a la historia, resulta esencial para recordar el valor del que transmite la emoción. Cuidar a la leyenda como muestra de respeto, valorar la omnipotencia mientras ocurre y no olvidar la que ya tuvo lugar definen por tanto un modo de actuar agradecido. Y más que agradecido, justo. Es por ello que ya volviendo a cruzar el Atlántico, esta vez en sentido inverso, es conveniente cuestionar si seremos conscientes no ya hoy, sino algún día, de que los mitos de aquí también se marcharán.

Y que de ningún modo pueden hacerlo en silencio.

Foto: Getty

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Por ello a la necesidad de recordar lo valioso de Raül López, como punto álgido creativo de toda una generación, se sucede la misma de considerar que Juan Carlos Navarro ha representado una cima del don baloncestístico FIBA este siglo, quizás el mayor grado de instinto visto en un exterior y una figura icónica a la hora de aproximarse al baloncesto entendido como juego. Que al final, por mucho vicio competitivo que exista, es precisamente lo que sigue siendo.

El concepto acuñado en su momento para definir el esplendor de Allen Iverson, el de mejor jugador visto “libra por libra”, tiene en Navarro un caso especular, sólo que en universo europeo. Todo culmen del español fue antagónico al tamaño, promoviendo el dominio  desde su coordinación ojo-mano, el desarrollo del rango de tiro tras bote, la secuencia irreflexiva de lanzamiento y su capacidad para detonar escenarios a su antojo. Por cierto todo ello compartido, hasta el fondo, con el chico de Akron que hoy, y desde el otro lado del océano, lleva toda virtud técnica a terreno desconocido.

La genialidad en Navarro nunca fue constante. No lo fue porque de serlo habría contradicho su propio sentido. Y es que el genio no está, aparece. Su cumbre no persiste, no permanece inmóvil, sino que irrumpe para causar su efecto. Y así, casi de un modo orgulloso, es él mismo quién decide dónde, cuándo y cómo. Como si saliese de la lámpara mágica por pura voluntad.

Se corre igualmente el riesgo de encerrar al de Sant Feliu en un frasco numérico, ahogado entre títulos, récords y reconocimientos de toda índole. Que los hay a decenas. Y sin embargo lo esencial, lo realmente diferencial, viene a ser guardar los momentos. Guardar el robo de balón al CSKA que cerró la semifinal de Euroliga de 2003, guardar su momentum en París para la segunda corona en 2010, guardar su primera parte ante Estados Unidos en la final olímpica, guardar su tercer cuarto ante Macedonia en 2011.

Guardar detalles. Muchos detalles. Su tiro en carrera, su amago corporal con el bote, su step-back, su suspensión. Guardar todo lo posible y mantenerlo a salvo, en una vitrina intocable pero a la vista. Hacerlo porque pasar a la memoria es tan valioso como pasar a la historia. Y con jugadores como él lo es directamente mucho más.

Ser consciente de su valor hoy supone la posibilidad de aprovechar el momento. Mientras sucede, sea más o menos. Porque la leyenda no sólo lo es al retirarse, representa ese mismo caso ya en activo. Y así toda la carrera de Navarro tiene el añadido del paladar exquisito que convierte el baloncesto en un juego. Que abraza el fuego competitivo con la transmisión de emociones.

Durante una entrevista concedida a Euroliga (2014), él mismo reconocía con naturalidad la suerte de ser quién era. “Es lo máximo, que hagas lo que te gusta y logres que la gente se lo pase bien. No hay otra cosa. Somos privilegiados, no se puede pedir más”. Teniendo él tan claro su propio valor, ¿sucede lo mismo al contrario? ¿se conoce realmente el significado histórico de Navarro?

Es posible que se obvie que existió un Curry antes de Curry. No literalmente, claro. Sino como concepto. Lo es, como recordar que Maravich abrió en canal lo creativo aún mucho antes. Al final todos ellos son diversos rostros de un mismo camino: el auge de la virtud de transmitir energía con su acción. Es justamente ese su nexo.

Ser distintos pero al mismo tiempo simbolizar algo idéntico. Tener un nivel de impacto diferente, incluso abrazando el trance, pero compartir lo vertebral, preservar virgen el espíritu del juego y ligarlo a la máxima esfera competitiva. Ser capaz de convertir el baloncesto en una fábrica de emociones. De devolverlo a su raíz.

Porque el juego pertenece al jugador. Y más allá, al artista. Sea de donde sea, compita donde compita. Es el artista imprescindible por lo que representa.

Y por eso Navarro, en su universo, en su contexto, siempre lo ha sido.

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