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Érase una vez McCollum: la historia de una estrella inesperada

Érase una vez McCollum: la historia de una estrella inesperada

Andrés Monje hace un repaso a la increíble historia de CJ McCollum y su camino hasta la élite del baloncesto, la NBA.

CJ McCollum: Cuando existe una verdadera aspiración, un sueño que alcanzar, el plan nunca consiste en esperar la oportunidad, sino en vivir permanentemente preparado para aprovecharla cuando llegue. Y sólo de esa perversa alianza con el tiempo, que en muchos casos puede llegar a ser un socio cruel, nace el verdadero éxito. Incluso aunque pueda parecer un cuento.

“Sabía que tenía que suceder. Sabía que tenía que crecer. Pero rezaba cada noche para que ocurriese antes de mi graduación”.

Christian James McCollum solo deseó un regalo durante su adolescencia. Era uno, solo uno, aunque se trataba de algo ante lo que sus padres no tenían un margen de acción real. En realidad nadie lo tenía. Porque CJ sólo quería crecer. Literalmente, crecer.

Allí, en aquel anhelo, encerraba todos sus suspiros.

Con 15 años no llegaba al 1.60, motivo por el que su aventura en el baloncesto caminaba entre asteriscos. Un deporte para gigantes difícilmente admitiría una hormiga. Y además su caso no era sólo corto de estatura, también liviano de cuerpo y de apariencia frágil, casi desarmable a la vista.

McCollum, en el centro de la imagen, durante su primer año de instituto (Foto: Bob Rossiter/Canton Rep.)

La canasta no había sido su primera opción, ya que siguiendo el ejemplo de su abuelo paterno comenzó, desde pequeño, a jugar al beisbol. Y se le daba bien, incluso mejor que el baloncesto, bromeaban desde su círculo íntimo. Sin embargo el destino le tenía preparado un giro. Entonces no lo sabía, pero sería sólo el primero.

CJ comenzó a aburrirse del beisbol casi al mismo tiempo que sus ojos, al final los de un niño, descubrían el vértigo viendo a su hermano mayor Errick disfrutar del baloncesto. La influencia de éste (hoy también profesional, con amplia trayectoria en Europa) fue crucial para que el pequeño del núcleo familiar probase con otro deporte.

En cuanto lo hizo no hubo vuelta atrás.

CJ vivió su infancia en la localidad de Canton, no lejos de la ya mundialmente famosa Akron (cuna de LeBron James y Stephen Curry), en el estado de Ohio. Y una vez conoció balón y aro, en su caso ambos además de un modo indisoluble, su vida cambió para siempre.

El pequeño de los McCollum mostró desde el inicio un instinto desmedido para la práctica del baloncesto, sobre todo para lo ofensivo y, ahondando aún más, para el capítulo ejecutor. Tenía un toque sutil, una puntería innata y en espacios cortos era un diablo, terriblemente hábil y astuto. El resultado era simple, se le caían los puntos de las manos.

“Cuando eres tan bajito aprendes otro tipo de cosas. Tienes que trabajar más duro que el resto, nada es sencillo cuando estás por debajo de la estatura media. También te ven con otros ojos a la hora de valorar tu juego, es una situación en la que tienes que ser mucho mejor que los chicos más altos para ser reconocido”, confesaba a Joe Freeman en 2013.

El espejo de su hermano siempre estuvo cerca. También perimetral y compartiendo predilección por lo visceral de anotar. Pero al fondo, en el horizonte, otro ‘pequeño’ iluminó mucho más aún su esperanza. Y es que muchas de esas noches, en las que cerraba los ojos con la intrépida ilusión de levantar un centímetro más del suelo al día siguiente, tuvieron presente el espíritu de Allen Iverson.

Como toda una generación, McCollum creció con Iverson. Lo hizo viendo en él la cumbre de su propia versión. Porque aquel molde ligero detonó la Liga un año tras otro hasta convertirse, por derecho propio, en un símbolo global. Iverson era entonces el mortal que desafiaba dioses, el perfecto paradigma de que era posible superar la adversidad física para dominar. Lo hacía además de un modo rebelde, casi reaccionario y en un escenario icónico como Philadelphia.

Era un imán.

El ‘3’ que lució siempre honró, por tanto, sus dos grandes focos de luz. El cercano de su hermano y el entonces remoto de Iverson. No era mala metáfora, CJ siempre supo dónde estaba pero a la vez nunca dejó de soñar. Y de hacerlo muy fuerte.

Crecer no fue sólo ganar estatura

Toda consideración técnica del chico en la adolescencia ensalzaba su talento, casi natural, para jugar al baloncesto. Pero siempre acompañaba después el cruel matiz del tamaño, como tara que parecía invalidar todo lo demás. Así inició su etapa de instituto (Glen Oak). Pero allí todo iba a cambiar.

La extraordinaria ética de trabajo del CJ, un niño a un balón pegado, se iba a ver recompensada por un cambio físico que daría otra dimensión a sus posibilidades. Le abriría sus alas para despegar.

McCollum creció 23 centímetros en apenas dos años. Catorce el primero de instituto, nueve el segundo.

“Su hermano no era tan pequeño, sabíamos que CJ tenía que acabar creciendo”, apuntaba Kathy Andrews, su madre, años después a ESPN. En realidad incluso entonces, tras ese estirón, él seguía teniendo un tamaño escaso para la élite (1.83), lo que le haría pasar muy desapercibido de cara a los ojeadores que ya comenzaban a buscar talento que reclutar para las universidades, pero al menos la evolución permitía ver más su potencial.

Al tercer año de instituto CJ inició el curso metiendo 54 puntos. Al siguiente, durante su temporada senior, acabó promediando 30, ofreciendo un recital tras otro para un joven que seguía subiendo centímetros pero que, por su preparación, dominaba al margen de su físico. Jugaba de un modo imparable. Todo en él era un cóctel explosivo de bote y tiro, de finta y touch, un permanente baile ofensivo que siempre acababa fustigando la red.

Su padre, Errick, no era entonces imparcial. Como cualquier padre, a decir verdad. Pero guardaba coherencia su asombro al ver que ninguna universidad de renombre le concediese una oportunidad, al menos una oportunidad, a aquel proyecto en ebullición, aunque fuese un jilguero y estuviese perdido en un pequeño lugar de Ohio. “Había que estar ciego para no ver el potencial que tenía” (ESPN, 2012).

Foto: Streeter Lecka/Getty Images

Quien sí lo apreció fue Matt Logie, un ex estudiante de la modesta Lehigh, que ejercía como ojeador para el equipo entrenado por Brett Reed. La primera vez que pudo a ver a McCollum en acción (abril de 2008), Logie apuntó varias claves sobre su juego, una era su instinto natural, otra su toque en el tiro y la última su frágil estructura física. Pero acabó apostillando el informe con una sensación entonces anecdótica, hoy esencial. “Su perfil es similar al de Stephen Curry”.

CJ acabó en Lehigh. Y allí construyó, desde su misma llegada, una historia inolvidable, la que le definiría no sólo como el mejor jugador de la historia de la universidad, sino también como alguien que, en palabras de Logie, “cambió el programa de Lehigh para siempre”. No le faltaba razón.

La primera vez que le vi supe que era distinto. Era fenomenal, daba igual su falta de tamaño y de fuerza. Admiraba su sentido del juego, su visión, la fluidez con la que veía todo” (NY Times, 2013), explicaba su entrenador, clave en su evolución durante aquella etapa.

Nada más llegar McCollum tuvo plenos poderes en pista, plena confianza del staff y compañeros. Por primera vez el contexto alrededor de su perfil fue perfecto. Como siempre alejado de los focos y todo reconocimiento externo, pero internamente perfecto. Con eso bastaba.

Y el resultado fue salvaje.

Contaban sus compañeros (Oregonian Live, 2012) que el chico, aun siendo novato, acudía cada noche a pedirle las llaves del gimnasio a los jugadores seniors, los únicos con permiso para tener juegos personales y hacer uso de la instalación cuando quisieran. Una vez allí, colocaba una máquina bajo la canasta, con una sola función: devolverle los balones que entrasen por el aro. Y así pasaba CJ buena parte de las noches, en soledad tirando sin parar con la única compañía del ruido que ejercía aquella máquina y el propio del balón al botar.

Durante su año junior (2011-12), siendo ya referencia, protagonizó el momento de mayor gloria de la historia de la universidad. Era marzo de 2012 y Lehigh debutaba en el torneo NCAA ante Duke, segundo favorito regional. El equipo de Mike Krzyzewski comprobó aquel día, de primera mano, qué tipo de perfil era McCollum.

CJ anotó 30 puntos, repartió 6 asistencias y capturó 6 rebotes para liderar a Lehigh a la primera victoria de su historia en el ‘Gran Baile’, en lo que supuso una de las mayores sorpresas del torneo este siglo. Por el camino Coach K quedó rendido. “Tuvieron al mejor jugador sobre la pista, McCollum es tremendo, uno de los más brillantes de todo el país”, reconoció al periodista Tom Housenick tras el duelo.

Foto: Mike Ehrmann/Getty Images

A pesar del éxtasis que supuso escribir, de puño y letra, una página histórica en el torneo universitario y promediar aquel curso 22 puntos por encuentro, CJ McCollum rechazó dar el salto a la NBA aquel verano. El motivo era sencillo y le definía además como persona.

CJ, que estudiaba un grado de Periodismo y siempre se sintió muy interesado por ese universo (llegó a contar su experiencia de Draft para Sports Illustrated y entrevistar a Adam Silver) , escribió una carta en la que explicaba sus razones para completar el ciclo universitario, a pesar de prácticamente haber tocado cima en sus aspiraciones deportivas meses antes. Después hizo público el documento (Sporting News, 2012).

Le prometí a mi madre que acabaría esto y lo haré. Mi familia y yo hemos pensado que otro año aquí será más beneficioso para mí tanto dentro como fuera de la pista. Mis padres trabajaron duro para que mi hermano y yo pudiéramos vivir de un modo apropiado y pudiésemos decidir sin tener la presión de elegir por dinero. También regresaré por mis compañeros y entrenadores”, revelaba.

Lo esencial no había cambiado. CJ McCollum nunca dejó de ser la persona que le enseñaron a ser.

El curso siguiente el joven de Canton sólo pudo disputar doce partidos pero en ellos promedió 24 puntos con un 52% en triples. Era carne de lotería del Draft. Y así fue. Portland cruzó los dedos para elegirle en su turno (décima elección), confiando que las franquicias que seleccionaban antes desconfiasen de su perfil físico, todavía endeble. Tal cual sucedió.

Volvieron a dudar de sus condiciones. Pero McCollum había llegado a la NBA. Y lo había hecho para quedarse. “Estoy muy agradecido a Lehigh, me dieron una oportunidad y aquí estoy. Me siento orgulloso de ser el primer jugador que sale de allí y es drafteado” (NY Times, 2013).

McCollum comenzó entonces otro viaje. Sería largo, pero aún mejor que el anterior

Paciencia, oportunidad y Stotts

Nuevamente el inicio no resultó sencillo. Portland había asistido el curso previo (2012-13) a la confirmación de que su novato, Damian Lillard, iba a ser una estrella de la Liga ya a corto plazo. Y los Blazers, con un perímetro adaptado a la vanguardia con Matthews y Batum (poder defensivo y gran amenaza exterior) al que juntar sus recursos de poste bajo (ofensivamente Aldridge y defensivamente Lopez), apuntaban alto.

La situación de éxito colectivo (105 victorias en fase regular los dos primeros años de CJ McCollum en la Liga) dificultó la creación de un puesto relevante en la rotación, pero no así la oportunidad de observar, aprender, trabajar y evolucionar. Una constante en la carrera de CJ. Y al final la raíz de su éxito.

Conectó rápidamente con Lillard, con el que ya mantenía una gran relación incluso antes de llegar a la Liga, y sirvió como oxígeno de banquillo sus dos primeras campañas NBA, sin levantar la voz y aceptando su papel en la sombra a pesar de su alto puesto en el Draft. Portland tenía un escenario poderoso en un Oeste hiper exigente y lo inteligente era por tanto enriquecerse del buen clima colectivo.

No fue hasta los últimos Playoffs (2014-15) cuando, a causa de la lesión de Wes Matthews, Terry Stotts tuvo que recurrir a McCollum con mayor necesidad. Y el joven combo respondió con 77 puntos en los tres últimos encuentros de la eliminatoria, incluyendo el final con 33 que añadió una serie de 7/11 en triples.

Fue una señal.

McCollum había vuelto a trabajar duro y en silencio con el fin de estar preparado si justamente esa oportunidad llegaba. Y lo sucedido después en verano, con la marcha de la franquicia de cuatro de los cinco titulares (Matthews, Batum, Aldridge y Lopez), en la práctica abrir en canal el proyecto, generaba otro contexto radicalmente diferente al vivido.

De la noche a la mañana los Blazers pasaron de potencial contender del Oeste, de ser un proyecto de élite y en crecimiento, a conjunto sin rumbo aparente y plagado de interrogantes, con Lillard como único exponente fiable a largo plazo. A su lado un nutrido grupo de jóvenes que buscaban ganar su sitio NBA en ese escenario, en el que las oportunidades existirían y la presión tendería a cero. Entre ellos, por supuesto, CJ McCollum. Pero quizás se obvió algo crucial: el arquitecto seguía estando. Terry Stotts seguía allí.

Foto: Sam Forencich/NBAE via Getty Images)

Buena parte del inesperado éxito se generó a partir de lo sucedido en el perímetro, donde Lillard comenzó a ser Batman y Stotts encontró a su particular Robin. Porque a la ausencia de reconocimiento global de Damian en aquellos años, aceptado en su papel de héroe oscuro y casi de culto, se le unió el papel de un socio como CJ, en un segundo plano y que fortalece siempre al primero.

Pero no es casual.

Terry Stotts preparó a  CJ McCollum para la situación ya el pasado verano. Le confesó que pasaría a ser esencial en la nueva estructura y le apuntó dos claves en las que incidir: el papel como generador y el uso masivo del pick&roll sobre bote. De aquella conversación nació la versión actual de CJ, que camina firme hacia la élite de la Liga.

La respuesta del joven no se hizo esperar. CJ McCollum pasó parte de su verano, en concreto el mes de agosto, en Toronto. Y el motivo era uno: trabajar con Steve Nash. El canadiense, uno de los mejores directores ofensivos de la historia y especialista en el arte del juego con bloqueo directo, accedió a la petición de asesorar al jugador de Portland. Y el resultado salta a la vista.

McCollum tenía preparado un rol imponente en el sistema de los Blazers. Un gran foco por primera vez en su carrera, con casi ilimitados minutos y peso ofensivo en una franquicia NBA. Pero el desafío exigiría una respuesta acorde a la oportunidad. Pero el galardón de McCollum como ‘Jugador Más Mejorado’ de la temporada (2015-16) ofreció la contundente respuesta a tal reto.

En un sistema diferente, y creado de cero por Stotts, el chico de Ohio pasó a ocupar buena parte de la dimensión creativa antes desarrollada por Batum, otro pedazo de la ejecución que asumía Matthews y la responsabilidad de ejercer como único generador sin Lillard en pista. Todo ello acompañando además en su rendimiento defensivo.

En otras palabras, CJ McCollum pasó a ser, de un modo meteórico, uno de los escoltas más sugerentes de toda la NBA. Y no tanto por el hecho de recibir la oportunidad para serlo, que también, sino sobre todo por saber esperar, trabajar y responder en el momento apropiado.

Prácticamente la historia de su vida.

“Entendí que las defensas conceden en mayor medida la media distancia para tirar, el tiro librado desde ahí es algo que la NBA actual permite. Y trabajé mucho en ello el pasado verano para tratar de aprovecharlo, con muchas repeticiones de situaciones y posiciones de partido. Ahora si se dan en partido sé que puedo castigar a las defensas ahí”, explicaba con naturalidad a USA Today, sobre cómo podía exprimir las responsabilidades su nuevo papel.

Durante las temporadas sucesivas los números le han avalado, al mismo tiempo que Stotts bendice sin parar su rendimiento, su conexión dentro y fuera de la pista con Lillard, y la Liga ha asistido fascinada a la maravillosa historia que han ido representando los Blazers. Un equipo que defiende la extrema competitividad en cualquier escenario, uno que proyecta el valor de crecer a partir de la acción en pista y no de la espera en los despachos. Uno, en definitiva, que renuncia a la pasividad y encarna el espíritu que el propio CJ aplicó siempre en su carrera.

“No sabía si mi altura me iba a permitir seguir jugando”, admitía el jugador a ESPN en 2012, teniendo aún fresca en la memoria la sensación que cada noche adolescente le invadía en su domicilio en Canton (Ohio). La de no saber si iba a tener la oportunidad de ser lo que quería llegar a ser.

CJ era un niño que sólo quería crecer. Literalmente, sólo crecer. Agarrado a su sueño, y quizás sin saberlo, mientras lo hacía físicamente también lo iba logrando de muchos otros modos. Se ganó su derecho a mirar hacia arriba y ahora su futuro apunta de verdad al cielo. Allí el horizonte por fin es limpio.

Lo es más aún después de la reciente extensión de contrato con Portland (100 millones de dólares por tres años, que deja su acuerdo con 157 millones a percibir en los próximos cinco), premio a su excelente progresión evidenciada en la fase final. En la temporada 2018-19, McCollum promedió 24.7 puntos por partido en el camino de los Blazers hasta Finales de Conferencia en el Oeste. Una muestra evidente de que el jugador ha llegado a la élite para quedarse como muestra de lo que es en estos Blazers con Lillard y Nurkic.

Brillar dejó por tanto de ser un cuento, una aspiración bañada de esperanza. Es momento de prestar la debida atención a uno de los exteriores más fascinantes de la Liga.

De valorar el ejemplo de CJ McCollum.

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