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De mendigar una cama a gran estrella NBA: La impresionante historia de Jimmy Butler

De mendigar una cama a gran estrella NBA: La impresionante historia de Jimmy Butler

Con apenas 13 años, viviendo en Tomball, un pequeño suburbio de Houston, con apenas 11.000 habitantes entonces, a Jimmy Butler le golpeó la vida. Era un niño, una personalidad por formar, como todos con esa edad. Pero la vida le deparó un destino cruel, le puso a prueba como a nadie debería siendo niño. Butler no había conocido figura paterna, porque el biológico abandonó a su madre al poco de nacer él. Pero aquello iba a ser incluso poco para lo que sucedería un día en apariencia normal.

Llegó a casa y su madre, la madre de Jimmy, se dirigió a él en unos términos, y un tono, inimaginables cuando pensamos en una relación madre-hijo. Fue tajante y le soltó: “No me gusta tu mirada, debes irte”. Y aquellas palabras, sin mayor explicación, no significaban más que la obligación de quedar huérfano. No tener un padre fue duro, aunque fuese entonces demasiado pequeño para comprenderlo, pero si perder una madre podría ser también difícil… quizás más aún, para un niño, era el hecho de tener que olvidarla de repente en vida. La tenía, pero iba a perderla y sin saber porqué.

Jimmy Butler tuvo que irse de casa. Con lo puesto, sin dinero, se limitó a pedir ayuda, cobijo temporal, en casas de amigos del colegio, que iban manteniendo al chico durante algunas semanas, lo que podían, lo que las economías de esas familias, no precisamente solventes, pudieran aguantar. Butler iba de un sitio a otro y siempre agradecido por supuesto. No tenía mayor opción que agarrase a lo poco de lo que disponía, la confianza en el corazón del resto y su propia fuerza interna, que desde entonces no dejaría de crecer. Por pura supervivencia.

El baloncesto y una nueva familia

Butler encontró en el baloncesto la aguja dentro del pajar que le depararía un nuevo camino. Una nueva oportunidad. Porque si casi por generación espontánea, cual señal divina, apareció Jordan Leslie en su camino, lo que vino a continuación fue el punto de inflexión que comenzó a edificar todo lo que hoy es Jimmy.

Leslie también jugaba al baloncesto. Y al fútbol americano, de hecho. Practicaba todo lo practicable bajo una ferviente pasión por el deporte. Y de su admiración por las maneras de Butler nació un simple juego, convertido después en amistad y a la postre en un capítulo vital imprescindible en la vida de ambos. En cuanto Jordan, compañero de juegos de Jimmy sobre la pista, fue consciente de la situación de extrema soledad y urgencia que padecía, le invitó a su casa. Jimmy pasó allí una noche. Y todo cambió para siempre.

Los Lambert no tenían recursos económicos y de hecho atravesaban una situación difícil. Jordan tenía dos hermanos y su madre, Michelle, había rehecho su vida con otro hombre después de que su esposo falleciera tiempo atrás. Además, Michael, el padrastro de Jordan, tenía a su vez tres hijos de una relación  anterior. Más otro que la nueva familia tuvo en común ya eran siete. La trama genealógica se resume con siete jóvenes al cargo de una economía de supervivencia. Que por común que pueda ser no deja de ser menor drama.

Jimmy era muy reservado en el trato pero siempre muy educado. Iba a tardar poco en conectar con aquellos jóvenes, siempre bajo el paraguas de Jordan Leslie, que era su amigo. Pero tan buena fue la química entablada con ellos que de ahí nacería el hecho de que Michelle y Michael, sus padres, le dejaran quedarse allí. Pero no de cualquier forma. Iba a poder quedarse ya sin plazos, sin límites. Como uno más.

Los chicos se encargaron de convencer a sus padres, que también veían la actitud y el trato que tenía Jimmy, que ayudaba en casa. Sería Michelle, en última instancia, la que tendría una charla nocturna con Michael, la que le diría: “Mira, es un buen chico, no tiene a nadie y a nosotros alimentar una boca más no nos hará quebrar. Desde aquella charla nocturna, Jimmy Butler sería un Lambert. Y todo iba a pasar a ser diferente.

La madre reconocería después que ella era muy estricta, tenía muchas normas en casa, de todo tipo. Pero eso Jimmy lo llevaba muy bien, mejor de lo normal. “Estoy siempre pendiente de todo, me gusta controlar las cosas pero a Jimmy parecían gustarle las reglas, el orden”. De aquella jerarquía, de aquel respeto por las cosas bien hechas, nacería uno de los rasgos más visibles hoy en día en Jimmy Butler, ese rasgo que adoraría cualquier entrenador del mundo.

Porque ciertamente la ética de trabajo que siempre ha mostrado como profesional tuvo en aquellos días su germen. El carácter ‘coachable’ (cualidad de ser entrenable, tener permanente deseo de aprender y mejorar) de Butler, si acaso la mejor virtud de un jugador, no es en su caso algo aprendido ni robótico, sino en realidad una forma de afrontar la vida. Es por eso que, siendo innato, resulta tan desmedido.

Ya su técnico en el instituto en Tomball, Brad Ball, revelaba que Jimmy era algo incomparable en ese ámbito. “De todos los chicos que he dirigido en mi vida, ninguno pasó más tiempo en el gimnasio o viendo partidos conmigo que Jimmy Butler” (ESPN, 2013). Pero no sería el único, todos y cada uno de los sucesivos, cualquiera en realidad que tuviera cierta cercanía con sus hábitos, no hallaría más que asombro en lo visto. Buzz Williams, entrenador en la Universidad de Marquette, corroboraba palabra por palabra lo apuntado antes por Ball. Incluso iba más allá. “Nunca le he exigido tanto a nadie como a Jimmy. No tenía límites con él, porque él mismo no sabía realmente cómo de bueno podría llegar a ser”.

Michelle, brújula en su vida

Los tres años que estaría Butler en Marquette, donde llegaría por cierto a coincidir con su actual compañero Jae Crowder, elevaron a la enésima potencia su instinto, que absorbía conocimiento a la velocidad de la luz. Jimmy siempre quería más, más entrenamiento, más detalle, más retos.

Y eso no fue un problema en lo personal, de perder la cabeza por objetivos. El Jimmy Butler adolescente, ya incluso su versión universitaria, era sobre todo un tipo que sabía de dónde venía. Y sabía qué opiniones seguir sin inmutarse. La de su madre, la que más. Su madre era Michelle, así lo iba a reconocer desde entonces, cuando en alguna ocasión ha salido el tema, Butler ha sido muy claro.

Si Michelle quiso en su momento que Butler fuese a Marquette, para tener un poso académico más allá del baloncesto, Butler eligió Marquette. Y no por falta de ofertas, que tenía bastantes en aquel momento, para el reclutamiento. “Consideraba que era la mejor académicamente, se lo expliqué y él lo entendió a la primera, así que decidió ir allí”, explicaría años más tarde ella.

Pero hasta tal punto llegaría la conexión, el vínculo creado, que Jimmy le preguntaba, la llamaba, prácticamente para todo. “Recuerdo una vez, contaba ella, que me llamó preguntándome por el dorsal con el que debía jugar, ya en la NBA tras ser elegido en el Draft. Le dije que tenía que ser cosa tuya pero insistió en involucrarme”, explicaba. La admiración por Michelle Lambert, a la que con 13 años ni siquiera conocía, alcanzó posteriormente el máximo grado posible.

Y el motivo, en realidad, era muy simple. Michelle era su madre.

«Que la gente no se apene por mí»

Con su carrera rumbo a la NBA, apenas dos semanas antes del Draft que le abrió las puertas de un sueño, Butler le pedía al periodista Chad Ford (ESPN), reunidos ambos en un hotel en Cleveland, con máxima expresión de respeto y el temor del que desconoce todo funcionamiento del negocio, que si escribía algo sobre él no resultase en tono trágico. Ford iba a entrevistarle allí, Butler no quería que su historia se contase por el lado equivocado. Sí con rigor, no buscando crear pena.

Por favor, que la gente no se apene por mí. No hay nada de lo que apenarse, todo lo que me ha pasado me ha convertido en la persona que soy. Estoy agradecido por todos los desafíos a los que me he enfrentado. Sé que escribirás algo sobre mí, pero por favor no hagas que sientan pena”. Ford cumplió. Pero su historia era tan impresionante que generó interés del mismo modo. Aquel chico era un superviviente.

Butler, aquel joven que impresionaba a los scouts, que encaraba cada entrenamiento como si fuese el último, comenzaba a ser noticia por lo que era dentro de la pista, por su yo jugador. Sin embargo en aquel momento no muchos sabían que lo que realmente veían en pista, aquel chico que iba a todas, no temía a nadie y se comía el mundo en cada posesión, en cada ejercicio, no actuaba así por exigencia profesional. Actuaba así por deseo vital. Jimmy era así, no concebía aquello como otra cosa que no fuera dejarse el alma, su alma cada segundo sobre el parqué, sabedor de todo lo que ya había pasado antes. Lo que él mostraba sobre la pista, antes de ser profesional, era ya su propio instinto. Se dejaba la vida allí porque la propia vida le había hecho así.

La anécdota que desató a la bestia

Aquel chico llegó al Draft. Fue el último pick de Primera Ronda en 2011. Todas las apuestas estaban contra Jimmy Butler, al menos para hacer gran carrera en la Liga. Jugaría 8 minutos por partido con los Bulls de Thibodeau en su primer año. Pero una charla entonces con otro jugador NBA despertaría el máximo fuego interno de Butler para demostrar su valor.

«Nunca olvidaré esa conversación. Aquel comentario nació de la nada así que lo tomé como una falta de respeto, porque yo era solo un chico nuevo, con buen fin. Hacía mi trabajo, entrenaba duro, ponía ganas. Pero alguien me dijo ‘¿Sabes cuántos chicos elegidos en el número 30 de Draft llegan a tener un segundo contrato en la Liga?. Me quedé sorprendido, pero del modo en el que dijo aquello… me hacía sentir que estaría fuera de la NBA pronto. Me dijo que debía buscarlo. Y la verdad es que lo hice, no recuerdo cuántos jugadores encontraré exactamente pero no eran demasiados».

Butler llevó aquello a lo personal. «Me sentí ofendido. Trabajaba increíblemente duro y sabía que tenía mi sitio». Lo tenía. Aguantó y trabajó. En el segundo año NBA, tras la lesión de Rose que obligó a recomponer la rotación, rascó más minutos (26 por partido, jugando los 82). No paró de trabajar. En el tercero ya era un fijo para Tom Thibodeau. En el cuarto era una estrella. Sería All-Star aquel curso y los tres siguientes.

El resto es historia. Jimmy Butler tuvo dos años de 23 puntos por partido en Playoffs con los Bulls, metió a los Timberwolves entre los ocho mejores del Oeste después de trece años sin pisar la fase final y fue el referente en Playoffs de los Sixers en una sensacional eliminatoria contra los Raptors, el curso pasado, que se resolvió en el último segundo del séptimo partido. Jimmy Butler, amado y odiado por su maníaca forma de concebir deporte y esfuerzo, ha ido de reto en reto dando la cara en todos ellos.

Hasta llegar a Miami y demostrar, bajo el radar -como siempre fue su caso-, que es uno de los mejores jugadores de baloncesto del mundo. Es el líder deportivo y espiritual de una de las grandes historias del año. Ejerciendo como faro en pista y mentor fuera de ella para los jóvenes y secundarios -Tyler Herro le adora- . Y parece haber encontrado, por fin, su hogar deportivo. Al igual que en lo vital, ha tardado en hacerlo.

Pero una vez habiéndolo hecho, el límite es el cielo.

 

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