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El Chachismo, según Antoni Daimiel: ‘La mejor parte de la utopía’

El Chachismo, según Antoni Daimiel: ‘La mejor parte de la utopía’

Artículo de Antoni Daimiel sobre la figura de Sergio Rodríguez en la revista Gigantes Especial Chachismo que puedes conseguir aquí

Durante la pasada Final Four de la Euroliga se me ocurrió decir en la retransmisión televisiva que la nueva ley del deporte, la del 30 de diciembre de 2022, no debía permitir que Sergio Rodríguez se retirara. Era en ese momento un groupie pidiendo un bis, un niño pidiendo una vuelta más en la atracción de feria. Ahora que se ha retirado, impune de decadencias, y bajo mi continua intención de adecuar cada acontecer a la máxima de que lo que sucede conviene, creo que una ley de este tipo y de estos tiempos debe incidir en la profundización de la dimensión social del deporte y en el vínculo del mismo con la transición ecológica. No ha habido jugador más puramente social en esta época, por su expresión solidaria, instintiva y popular, con su barroco de alta comprensión, ni tampoco una más feliz y suave transición a un tiempo necesariamente peor que su tranquila retirada. La despedida cierra la imagen que quedará del Sergio Rodríguez jugador en nuestro imaginario colectivo: toda una muestra de artes plásticas y visuales en exposición permanente.

El chico que supo de Carmelo Cabrera y sus ocurrencias y admiró con fina sintonía a Raúl López y Jason Williams fue capaz de llevar a buen fin la fantasía insular, la simiente de mojo y potasio, con su vespertino aguacero de instintos y travesuras, y mezclarla a fuego lento con la resolución en los más altos niveles, libre de acusaciones de la fiscalía de los banquillos. Ni tan blanco ni tan chocolate. El manantial de su juego fue capaz hasta sus últimos días de limpiar los más intricados caminos del baloncesto, con todo tipo de trabazones tácticas. Pasó de ser el joven y elocuente terremoto que cambiaba y revolucionaba partidos con sus riesgos correspondientes a ser el veterano al que recurría un entrenador con presión en punto de ebullición para establecer una zona de seguridad, un base veterano que era una pastilla de cloro granulado para aclarar el agua de la piscina. Sus highlights fueron guirnaldas de un ático de lujo.

Sergio fue siempre un chico sonriente, de aristas amables, una luminaria subversiva que nunca dejó de provocar suspiros de felicidad en sus admiradores. Un equilibrado negociador del balón. Su retirada también me coincidió con la lectura de la última novela de Santiago Díaz, “Los nueve reinos”. Me dio por imaginarlo en la zona de El Ortigal, el barrio donde se crió, pero en la segunda mitad del siglo XV, en un punto de fusión y perímetro de los menceyatos de Tacoronte, Tegueste, Anaga y Guímar, peleados entre sí mientras llegaban los castellanos a cerrar la conquista de Canarias. A Sergio nunca se le hubiera ocurrido plantear la batalla final en un llano, como a Bencomo y Tinguaro, justo donde ahora luce el campus de la Universidad de La Laguna. Él habría llegado hasta línea de fondo, la hubiera remontado irreverente y burlón, y en círculo hubiera vuelto a subir, jugando al corro con los godos, para establecer de nuevo la contienda desde La Esperanza o Lomo Pelado, la cabeza de la bombilla.

Una vez resuelta la celebración de una larga y sonada carrera pasamos a la siguiente pantalla, la de cómo gestionar su ausencia en vestuarios, pasillos, repeticiones televisivas, crónicas y micrófonos de speaker. Él mismo tendrá que indagar para ver si puede aplicar su tan excelsa capacidad de resolución en otras cuestiones no tan instintivas, aunque siga siendo capaz de levantarse a oscuras y saber dónde está cada pared, cada puerta, cada interruptor. Tendrá que experimentar si puede seguir llenando espacios sin aparente estética de ocupación, como ha hecho hasta ahora.

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