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El método Stevens, por Andrés Monje

El método Stevens, por Andrés Monje

Artículo publicado originalmente el 1 de marzo de 2016

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En Boston, a escasos metros del mítico 150 de Causeway Street y con la brisa del río Charles a la espalda, sigue teniendo lugar una de las sensaciones más deslumbrantes del deporte mundial. Inalterable al tiempo. Porque sucede que al visitar el nuevo Garden, al adentrarse en él hasta llegar a su corazón, ese rectángulo que bombea adrenalina, se encuentra la más fiel representación del vértigo.

Una de la que nadie escapa.

Plantarse en ese parqué, a poder ser en el logo central, para después elevar la mirada al cielo permite directamente evocar toda gloria pasada. Toda la imaginable. Arriba los recuerdos a 17 títulos de campeón y 21 dorsales retirados de los Celtics, junto al tributo al éxito de los Bruins (NHL), generan un escenario particular en todo aquel que lo vive.

El Garden inocula un salvaje mal de altura, todo un desafío al equilibrio. Sólo que con un matiz crucial, ni siquiera es necesario ascender: esa cima reside a ras de suelo. Por ello en ese templo –incluso aún ajeno a la magia de su antecesor- todo miedo más que a caer es siempre a no llegar. A no ser suficiente. Porque una vez se entra en el Garden es la propia historia quien señala y pide cuentas.

Hace ya casi tres años un tipo inexperto, de rostro aniñado y procedente de una humilde universidad bajó a ese parqué, se situó en ese mismo punto y mantuvo firmes sus ojos hacia el cielo. Allí, en tan imponente marco, se prometió a sí mismo dedicar su futuro a honrar a aquellos antepasados. Y a hacerlo, al mismo tiempo, del mejor modo posible.

Construyendo el porvenir a partir de sus mismos valores.

«La sociedad actual persigue el reconocimiento, no el crecimiento» (Brad Stevens)

Foto: Kevin C. Cox/Getty

Foto: Kevin C. Cox/Getty

A Brad Stevens (Indianápolis, 1976) el cómo le preocupó siempre tanto como el qué. Por eso cuando Danny Ainge le ofreció (verano de 2013) el banquillo de la franquicia más laureada del baloncesto su respuesta fue directa -y por supuesto afirmativa- pero junto a ella comenzó a gestarse, y de inmediato, algo mucho mayor.

Entrelazar blanco y negro con color. Identidad con innovación. Trasladar a los viejos Celtics al futuro.

Pero, para entenderlo por completo, hagamos el camino inverso. Comencemos por el final, por la vanguardia, para llegar al principio, a la identidad. Stevens, que llevó a la casi desconocida Butler a dos finales consecutivas del torneo universitario (2010 y 2011) -lo equivalente a contemplar una de las primeras obras de Walt Disney dentro de cincuenta años-, trasladó a Boston a gente de su confianza. No iba a afrontar el reto en solitario, lo cual ya lanzaba un primer mensaje de su forma de trabajar.

Entre sus acompañantes estaba un chaval de 23 años llamado Drew Cannon, al que Sports Illustrated había definido meses antes como “el arma secreta” de su equipo técnico. Y que representaba a la perfección el fenómeno que se avecinaba.

¿Por qué había dedicado interés Sports Illustrated a un joven parte de un equipo técnico en una minúscula universidad estadounidense? Muy sencillo. Porque no era uno más. Recién licenciado (2012, con 22 años), Cannon fue contratado por Stevens como asesor en la Universidad de Butler. Sería el primer asistente con fines puramente de analítica (estadística avanzada) en la historia de la NCAA. Se convertiría, casi sin pretenderlo, en uno de los principales paradigmas del movimiento sabermetrics en la época moderna.

Desde la niñez Cannon fue un enamorado del número. Y en concreto del seguimiento exhaustivo del deporte a través de fórmulas para extraer datos a priori inapreciables, con el fin de darles sentido después. Pero su vida comenzó a cambiar realmente en 2004, momento en el que conoció a Dave Telep, por entonces ojeador y hoy responsable de scout de cara al Draft en San Antonio. Porque al final en baloncesto todos los caminos parecen conducir a los Spurs.

Telep acababa de leer ‘Moneyball’ (Michael Lewis, 2003), obra –posteriormente llevada al cine- que ahondaba en la influencia de la estadística avanzada en el deporte. Le dejó impactado. Y si bien el libro se ambientaba en el béisbol, para una mente inquieta las preguntas no tardarían en llegar. ¿Era aplicable todo aquello al baloncesto? ¿podía la estadística condicionar el juego hasta el punto que reflejaban aquellas páginas?

Lo era. Podía. Y es ahí donde entró Cannon.

De su alianza, de aquel trabajo juntos, se generó una ola cuyos resultados llegan al presente. El análisis encontró un nuevo sendero para abrirse paso y alcanzar detalles que posibilitan adentrar en otra dimensión la forma de preparar partidos, valorar jugadores y tomar conciencia de determinados campos del baloncesto.

Sin embargo, y al contrario de lo que pueda pensarse, el punto elemental de esa filosofía no es disponer de muchos datos. Lo esencial no es tener un infinito abanico de números, sino tener los correctos. Y tan importante como ese primer paso es el segundo: trasladar esas cifras a un mensaje racional. Es decir, interpretar esos datos para que pasen a ser de utilidad para un entrenador y sus jugadores. En definitiva, hacerlos aplicables al juego real.

Cualquiera podría llegar a obtener un dato. Pero no cualquiera es capaz de obtener el correcto y menos aún de interpretarlo adecuadamente. Y ahí radica la diferencia.

El caso de Cannon ilustra la entrega que presenta Stevens hacia el movimiento analítico, hasta el punto de que aún hoy, en plena super élite competitiva, las ‘Lineup Rules’ (formatos a utilizar en pista según su rendimiento) del primero siguen siendo de un seguimiento casi religioso para el segundo.

Stevens cree en el valor del dato como un complemento valioso para el juego. “Pienso en números, es así”, confesaba a Zach Lowe en 2013. Considera que es una forma de maximizar sus recursos, como así sucede. Y esta aproximación a lo que sucede en pista simboliza en cierto modo la nueva era del juego.

Pero, en lo que a él respecta, ese campo de cifras representa sólo una parte del todo.

Foto: Brian Babineau/NBAE via Getty

Foto: Brian Babineau/NBAE via Getty

Y es que no es únicamente la aplicación de la vanguardia analítica lo que hace su método apasionante. Si Stevens resulta especial desde luego no es sólo por el número. Su mayor virtud, de hecho, es el modo en el que logra conectar su percepción del juego -esa pasión por el detalle- y su escala de valores con el punto clave: su grupo.

A la hora de aproximarse al técnico resulta necesario conocer cómo entiende el baloncesto. No tanto porque sus conceptos supongan ideas complejas como por tratarse de consideraciones muy definidas y atadas a la raíz del juego, aquellas que después trata de proyectar a sus pupilos.

Stevens concibe el panorama actual NBA como una sucesión de ritmo y desequilibrio técnico, pero sobre todo una ajena al tamaño. Todo despliegue físico afecta especialmente a dos elementos: la explosividad del jugador, su capacidad de cubrir distancias en poco tiempo; y la constancia, la virtud de no perder la concentración a lo largo de esos esfuerzos. El tamaño, considerado en bruto, pasa a ser secundario frente a la versatilidad.

Esa visión del juego se apoya en un grado de detalle mayúsculo. El técnico es casi un maníaco de entender el funcionamiento de las cosas. A él nunca le basta un qué sin su consiguiente porqué. El vídeo, la revisión y el trabajo post-partido son por tanto piezas focales en su labor. En el mismo momento en el que se está jugando un encuentro ya existen detalles aplicables para el siguiente. La espiral no frena nunca.

Así, no es extraño que lleve a cabo sesiones personalizadas con sus jugadores para determinar aspectos tan concretos como ante quién y cuándo ser agresivo al defender un pick&roll. El más mínimo matiz esconde una victoria. Y el objetivo de fondo es muy simple: todas las situaciones son importantes y por tanto en todas ellas existe un grado de aprendizaje real para el jugador. Ese factor es esencial para el técnico.

Una de las máximas más célebres en Stevens expone su obsesión por la próxima posesión, por hacer ver a un jugador que nada existe más allá de la siguiente acción. Que no existe el largo plazo, ni siquiera el medio. Sólo lo inmediato. Implantar esa percepción en sus hombres tiene una doble vía de éxito: por un lado ayuda a focalizar objetivos, los hace cercanos y tangibles; y por otro permite involucrar a todas las piezas, traslada la sensación de utilidad a cada componente de su equipo. Supone un modo de alimentar la identidad colectiva. Que cinco hombres lleguen a pensar y comportarse como uno solo es una aspiración final. Y por momentos real.

El factor confianza es, efectivamente, algo vertebral para entender cómo actúa Stevens. “El 99% de mi trabajo jamás se ve”, reconocía poco tiempo después de firmar por Boston, explicando que es realmente durante los entrenamientos, en realidad en todo trabajo ajeno a la competición, donde jugadores y equipos llegan a ser grandes. Precisamente una de las virtudes más pronunciadas en su idea de juego es cómo gestiona el binomio ‘presión-relajación’ al competir: imposibilitando, en la medida de lo posible, que cualquiera de ellas exista.

Es decir, (casi) todo es permisible en pista mientras exista un máximo esfuerzo y compromiso colectivo en ello. Esa relatividad del fallo, que apunta mucho más a aprender de él que a castigarlo, es clave para entender la evolución de sus Celtics. “El error nunca debe hacer temer al jugador, revelaba.

El grado de conexión con el grupo es, por extensión, muy elevado. Se le considera un ‘técnico de jugadores’, más dialogante que impositivo. Con creencia de que el respeto no se adquiere con órdenes sino con confianza. La ausencia de criminalización del fallo es importante en esa consideración del jugador hacia él, a nadie le gusta sentirse amenazado, pero también lo es la certeza de que con Stevens el proceso pesa más que el resultado final.

Y que lo hace por un simple hecho, en el fondo es justamente el modo de recorrer el camino lo que ayuda a alterar el desenlace del mismo.

Proyectar un enfoque positivo y didáctico provoca unión dentro del vestuario. Al final valorar más la grandeza de conseguir algo que el miedo a perder lo ya conseguido. Esa forma de trasladar mensajes tiene un impacto directo en lo motivacional. Entender el éxito como una suma de pequeñas cosas y no como una gran (y lejana) meta.

Reflejar el triunfo en lo cotidiano permite que el mensaje sea más potente. Y al final más efectivo.

«Liderar es ayudar al resto a llegar al siguiente nivel»

Para un entrenador es común discernir dos modos de explicar un resultado. Una partiendo del propio resultado, es decir argumentando desde él; y otra partiendo de los hechos que llevaron (o no) hasta él, es decir marcando cierta distancia con el final. Stevens cree firmemente en la segunda opción y de ahí nace su consideración de inteligencia para el juego, que se atiene a dos elementos: trabajo y predisposición. Su deseo de dejar claro que ambos pesan más que el resultado acaba resultando esencial para involucrar a los jugadores.

“Brad es muy positivo. Y es un auténtico profesor, es muy importante serlo con tantos jóvenes cerca. Todos los pequeños detalles le importan y eso, al final, lleva a ganar partidos. Es muy similar a Steve Kerr ahí. Me quedé impresionado por la cantidad de detalles que nos dijo para mejorar ya el primer día” (Mass Live, 2015). Bastó una sesión de training camp, la primera del nuevo curso, para que David Lee, que llegaba a Boston procedente de ese pedazo de historia viva llamado Golden State Warriors, quedase asombrado.

En ese viaje de la vanguardia estadística al valor de lo humano, de la conclusión al origen, se dibuja el perfil de Stevens como alguien cuyo mayor interés es aprender para crecer y no crecer para ser reconocido. Aunque ello circule en dirección opuesta al rumbo de la sociedad actual. Y de esa distinción, de ese particular manejo de número y empatía, nace un elegido en desarrollo.

Así la consideración del juego como una permanente interacción de cinco perfiles, la defensa de confianza y cohesión como elementos que rememoran el esplendor del pasado se abraza al universo paralelo que proyecta el auge en el profesionalismo del deporte. En el modo de unir ambos elementos se encuentra el Dorado. Pero, en el caso de Boston, éste ya posee nombre y apellido.

“Es un Hall of Famer. Lo único que aún no es lo suficientemente viejo como para que le reconozcáis como tal” (Buzz Williams, 2013)

¿Por qué son tan competitivos estos Celtics?

Foto: Steve Babineau/NBAE via Getty

Foto: Steve Babineau/NBAE via Getty

Conocer la teoría ayuda a entender la práctica. En el caso de Boston, acercarse al método de su técnico supone una oportunidad para explicar cómo es posible que un equipo con -a priori- tal número de carencias estructurales mantenga un registro entre los ocho mejores equipos del planeta. Uno que además le acerca al factor cancha en la fase final, terreno desconocido desde 2012.

Los Celtics son un equipo en reconstrucción. Y es así como ha de juzgarse su rendimiento. Lo anormal es integrarlos en un escenario competitivo abismalmente superior a lo esperable. Pero, al mismo tiempo, es su propia productividad la que invita a tomarse su nivel con gran respeto.

Una versión de élite no dejaría de ser improbable en la franquicia considerando la realidad. En Boston no existe un corrector interior, un protector de aro o cualquier tipo de presencia física en la zona, lo cual conlleva asimismo problemas en el rebote defensivo. Al mismo tiempo hay un grave problema de espacio ofensivo causado por la poca amenaza en el tiro de tres, que a su vez parece de difícil solución viendo que ni existe un generador de juego claro en poste bajo ni tampoco en poste alto. Y que para colmo ninguno de sus bases aguanta ese rol director.

Y sin embargo, aún con todo ello, esa versión de élite ya sucede. Boston muestra la tercera mejor defensa y el undécimo mejor ataque NBA. Lo hace sobreviviendo a carencias de gravedad en puntos clave del juego moderno como la defensa del aro, el lanzamiento de tres o la capacidad de limitar errores en ataque.

La pregunta es por tanto muy evidente: ¿cómo lo hace?

El dominio defensivo

El pilar de su rendimiento es todo lo que sucede en zona propia. El comportamiento defensivo de los Celtics supone uno de los más fascinantes capítulos de la NBA esta temporada. Y considerando que por ella caminan dos conjuntos de calibre histórico, Warriors y Spurs, no es precisamente poco decir.

Stevens siempre se ha considerado un técnico de perfil defensivo, sobre todo a raíz del despliegue analítico que puede llegar a manejar del rival. Y como tal muestra varios elementos clave que ayudan a definir las causas del dominio destructivo de Boston.

El primer punto parte paradójicamente de su ataque. Es la transición defensiva. En la NBA actual el ritmo es un factor creciente e intimidatorio y el motivo es sencillo: a mayor velocidad de juego, más cosas pasan en pista y más posibilidad existe de generar superioridades numéricas. Esto es clave para producir. A campo abierto es mucho más sencillo anotar.

Boston emplea un ritmo frenético (101 posesiones, tercer dato más alto NBA) pero logra reducir al límite el impacto del rival en transición. ¿Cómo? Por un lado a través del plan: sus interiores son muy móviles y normalmente sólo uno ataca el rebote de ataque. Además, sus exteriores tienen la clara misión de correr hacia atrás. Y por otro lado a través de la voluntad: el factor actitud es irrenunciable y el sacrificio absoluto. Defender la espalda es cosa de todos. Al final castigar en contraataque a Boston resulta extremadamente complejo (top 3 de equipos que menos puntos reciben en esos contextos) por una simple razón: es muy difícil generar superioridad de hombres ante ellos.

Una vez en estático hay también formas de dominar. El analista Brett Koremenos hacía hincapié en dos factores, al final esenciales, para el éxito. El primero es la defensa del pick&roll central, el recurso de juego más usado por cualquier equipo en el baloncesto actual. Boston hace dos cosas claves ahí.

En primer lugar ‘ataca’ esas situaciones –agresividad buscando el robo- antes de tratar de llevarlas siempre a un lateral de la pista, con el fin de reducir el espacio de los que atacan. Este deseo de negar permanentemente el centro de la zona es herencia directa de los sistemas de Tom Thibodeau, uno de los gurús defensivos por excelencia en los últimos diez años.

El segundo factor es evitar que las ayudas sean ‘muy pronunciadas’. El motivo es claro: toda ayuda deja un hombre liberado en otra parte de la pista. Y eso supone un potencial agujero a tapar. Llevar a cabo esto es posible por la presencia de extraordinarios defensores sobre el balón (Bradley, Smart y Crowder lo son, incluso Thomas es muy rápido de manos), auténticos perros de presa en lo defensivo. Pero también por aptitud del sistema.

Boston juega de modo habitual con el hecho de ‘amenazar’ una ayuda, no consumándola del todo. Esto genera una sensación visual de tela de araña, pero una que al final es mucho más efectista que real. En todo ello la comunicación tiene un peso desmedido, es muy importante encontrar química defensiva porque el sistema depende de la versatilidad.

A partir de esos dos mandamientos, que definen muy bien a Stevens, existen otra serie de pautas relevantes. Los Celtics son muy agresivos en el robo, su propuesta no es nada especulativa y buscan siempre la pérdida rival. Lo hacen por dos motivos: primero, los puntos al contraataque son una vía sencilla para sumar; y segundo, generar el temor de una pérdida alimenta muchas veces que el rival detenga su nivel de circulación de balón. Y cuanto menos se mueva el balón más sencillo resulta defender.

De nuevo Bradley, Smart y Crowder son elementos muy determinantes ahí. Todos ellos soberbios sobre el balón y en líneas de pase. Todos ellos agresivos y de incesante esfuerzo. Una bendición para su técnico. Los Celtics son el tercer equipo que más pérdidas provoca en el rival y el sexto que más anota en transición. Vías fáciles para producir.

Asociada a esa agresividad en la primera línea defensiva (el perímetro) se encuentran dos virtudes más. Una, la defensa del tiro de tres. Boston permite un volumen muy bajo de triples (sólo el 26% de tiros del rival, top 10 en la Liga) y además los defiende de un modo muy eficaz (32% de acierto del adversario, tercer dato más bajo en toda la NBA, sólo tras Spurs y Warriors). Defender bien el triple es una garantía en una competición en la que cada vez se lanzan más.

La otra virtud es hacer pequeña la pista. En cierto modo está vinculada a la anterior, ya que a ella contribuye cómo se defienden las esquinas. Es otro rasgo heredado del plan de Thibodeau. Boston es el quinto equipo que más baja los porcentajes ajenos desde las esquinas y el ‘embudo’ que genera acaba resultando clave para aumentar la asfixia rival. Y por tanto la posibilidad de error. Todo se encuentra intercomunicado en el plan.

Bien diferente es el escenario en la zona. Los Celtics no tienen un solo jugador capaz de proteger el aro a nivel de élite, sus interiores no son especialmente explosivos en movimiento y además es un equipo que tampoco tiene gran poder en el rebote defensivo. Los rivales tienen dificultades para llegar a obtener buenos tiros cerca del aro por el nivel de la defensa de perímetro y la estrategia de ‘falsa ayuda’ que promueve Stevens, pero cuando lo hacen, cuando alcanzan esa zona, las posibilidades de reducirlos son muy escasas.

Boston es uno de los seis peores equipos de la NBA capturando el rebote defensivo y, como consecuencia, son castigados enormemente en las segundas oportunidades (tercer conjunto al que más puntos le meten en esas situaciones). La defensa interior es, en cierto modo, un problema de difícil solución. Lo único factible es de hecho lo que ya se lleva a cabo: tratar que la cantidad de tiros sea la menor posible. Y en cierto modo se logra porque Boston está justamente en la media NBA de lanzamientos recibidos en la zona restringida (cerca del aro).

Globalmente el rendimiento defensivo de los Celtics es una obra maestra dados sus recursos. Resulta imponente el grado de comunicación, sacrifico y pulcritud del plan. Un sistema destructivo de super élite es una pieza capital a la hora de construir un equipo de éxito.

Y Boston ya lo tiene.

El plan ofensivo

El rendimiento defensivo resulta excepcional pero se encuentra cimentado en un perímetro que ofrece ciertas soluciones. Sin embargo ofensivamente las limitaciones son aún más evidentes. Boston carece de un director al uso, no tiene presencias que generen ventajas en poste bajo y tampoco es un equipo que amenace de tres puntos.

¿Cómo supera todo ello? ¿cuáles son los puntos básicos del plan?

El primer modo es generar un sistema muy coral y de ritmo elevadísimo. El ataque de los Celtics comienza en su defensa, puesto que tal y como se explicó anteriormente la transición es un arma muy importante para Stevens. La razón en realidad es muy simple: cuando cuentas con un desequilibrio individual limitado una buena fórmula para compensarlo es evitar en lo posible situaciones estáticas, es decir tratar de generar cierto grado de caos donde puedas sacar provecho y producir.

Boston es un equipo que juega rápido y mueve mucho el balón (320 pases por encuentro, en el top 10 NBA), como consecuencia genera muchas situaciones de tiro (51 asistencias potenciales de media, el segundo registro más alto de la Liga, sólo tras Golden State). El bote siempre es secundario y gran parte de las acciones se resuelven por aquello que sucede sin el balón en el lado débil del ataque (aquel en el que no se encuentra el esférico).

La facultad de amenazar desde el exterior es pobre, pero se compensa de un modo estudiado. Si bien los Celtics no poseen especialistas de tres puntos (cuarto peor equipo lanzando de tres y tercer peor uso de las esquinas), juegan siempre con cuatro e incluso cinco hombres fuera de la zona y de cara al aro. ¿Por qué? Para aumentar la sensación de espacio y los pasillos hacia el aro.

Es justamente esto último esencial para entender la importancia de Isaiah Thomas en el sistema. Como primer –y a menudo único- factor de desequilibrio en estático, Thomas es fundamental dividiendo la zona para generar desajustes (ayudas de rivales cuando penetra) y producir tiros abiertos de sus compañeros. Y posee, junto a Evan Turner, la única licencia real para detener el ataque y atacar por sí mismo.

A nivel estructural hay dos puntos básicos en el ataque de Boston. No se genera prácticamente nada desde la zona (sólo un 7% de sus jugadas parten de poste bajo) y menos aún desde aclarado (únicamente un 5%, segundo registro más bajo de la Liga). Es decir, todo sucede de fuera a dentro y siempre a través de la circulación. Los jugadores con balón se mueven poco, pero hay un altísimo índice de actividad en los jugadores sin balón y la velocidad a la que circula el mismo. No es un plan hermético en absoluto, hay libertad creativa para aquel que desee tenerla.

Stevens siempre ha recalcado el valor de lo coral, con el fin de involucrar a las máximas piezas posibles y tratar de conseguir los mejores tiros, sean o no sus jugadores grandes tiradores. Resulta obvio, si no tienes grandes tiradores, preocúpate de crear muchos tiros librados. Y, al mismo tiempo, ha incidido en la necesidad de cuidar el balón.

Boston tiene el séptimo menor volumen de pérdidas de toda la Liga (13.8% de sus posesiones) pese a jugar a un ritmo desorbitado. Sólo Warriors y Spurs tienen mejores cifras en asistencias por cada pérdida de balón (1.75) y la percepción visual del ataque es que ni balón ni cuerpos se detienen jamás, lo que genera un caos estudiado que acaba encontrando resquicios defensivos. Es muy complejo para un rival mantener plena concentración defensiva toda una posesión, más cuando te obligan a hacerlo constantemente.

Tabla Boston

Las posibilidades ofensivas de Boston son realmente limitadas viendo los mimbres disponibles. Stevens decidió acelerar bruscamente el ritmo ya el curso pasado, tras un primer año de aproximación en el que fue más conservador ahí. Pero los resultados son fantásticos, ha acabado precipitando el crecimiento individual y como consecuencia el colectivo.

Prácticamente todos los miembros de la rotación parecen jugar a un nivel por encima del real. Pero la clave no es tanto ésa como justamente lo contrario: conseguir que ese nivel real se parezca lo máximo al que se ve. Exponer, con lo puesto y a la espera de saltos cualitativos, un ataque que coquetea con el top 10 de productividad guarda un mérito descomunal.

Boston es, al final, un equipo en período de formación. Con un núcleo joven y ausencia de recursos de élite para competir. No es preciso olvidar ese contexto. No se puede omitir el número de activos en próximos Draft (comenzando por el actual y el goloso pick de los Nets, sin restricción alguna), como tampoco la inmaculada salud salarial (excelentes contratos en Thomas, Crowder y Bradley, así como un enorme margen de cara a la agencia libre). Pero al mismo tiempo su grado de cohesión e identidad tan pronunciada invitan a ver en ellos un margen de progresión salvaje. Y uno que desglosando las causas parece, si cabe, aún mayor.

No existe mejor modo de reconstrucción que el que están protagonizando los Celtics, agarrados a competir por deseo. Por actitud y aptitud dentro de una NBA polarizada que en ocasiones parece invitar a lo contrario.

En el fondo el Garden, y todas las leyendas que en su cielo habitan, duerme tranquilo estos días sabiendo que, incluso en fase de siembra y estando aún lejana la euforia de la recogida, su espíritu sigue vivo y se fortalece ante la atenta mirada de media Liga. La que ya ha percibido que desde su banquillo ofrece luz un tipo llamado a encabezar toda una era, la nueva era. Y que su método ya intimida.

Brad Stevens tiene un plan.

Y resulta fascinante atreverse a descubrirlo.

Foto: Noah Graham/NBAE via Getty

Foto: Noah Graham/NBAE via Getty

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