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[Historias de 2022] Hasta cuándo, Steph. Por Gonzalo Vázquez

[Historias de 2022] Hasta cuándo, Steph. Por Gonzalo Vázquez

El año que termina dio con un título más de los Warriors, puede que el más personal y genuino en la carrera de su estrella Stephen Curry.

Faltaba al nutrido palmarés de Curry un único reconocimiento cuya ausencia tenía algo contra natura. No fue hasta este cuarto anillo que se hizo con el MVP de unas series finales, que dejó además –como el guion exige– un partido para la historia, el cuarto, de 43 puntos, como si hubiera hecho falta más porque había que empatar la serie en Boston (2-2), que era como salvarla (4-2). Esa condición de héroe en solitario hizo de este título el de mayor sello y como mérito de su carrera. Algo así, un galardón al mejor jugador en el último peldaño de competición, debería ser tan natural en él como un título anotador en Michael Jordan o uno reboteador en Dennis Rodman, y lo demás, esa larga espera, era una anomalía histórica, la misma que privó de uno a Bill Russell porque el trofeo se creó en su última temporada en activo y el reconocimiento se lo llevó Jerry West.

Fue además el regreso de una dinastía interminable (2015, 2017, 2018, 2022) que no mucho antes y por unos reveses, de Durant a Klay Thompson, llegamos a creer muerta. Y muerta no estará mientras su jugador más emblemático siga en pie. A ese jugador lo vimos firmar en junio la mejor actuación de sus seis series finales.

De Stephen Curry se ha dicho prácticamente todo y resulta que aún no es suficiente. Su carrera y esplendores han sido ya tan biografiados como cualquiera de los más grandes. Lógico para quien vino a cambiar el juego de arriba abajo. Pero la cuestión puede ser incluso más seria de lo que habíamos pensado.

Ha pasado cerca de una década cuando Curry, concentrando todos sus poderes, despuntó de verdad y traspasó las pantallas por primera vez. Fue una serie de playoffs ante los consagradísimos Spurs en las semifinales del Oeste. Cayeron porque debían hacerlo (4-2), que no era su momento, pero Steph dejó entonces su primer sello para la posteridad, algo así como una primera silueta de lo que vendría a ser, la viva imagen del baloncesto ligero, sin peso ni gravedad, sin conciencia ni pena, sin tregua ni tiempo de reacción. Fue presentar en la serie el milagro de la distancia y la ejecución automática, irreflexiva y directa, como si uniera sus manos al aro un láser, para colmo alegre, inocente y como sobrado de infantil frescura. No había respuesta y Gregg Popovich vino así a titularlo: “Ha sido como jugar contra Michael Jordan”.

De entonces a hoy ha pasado el tiempo suficiente y todo el testimonio de su legado, traducido, en frío, en más de veinte mil puntos, cuatro campeonatos en seis finales, dos galardones de MVP –uno unánime–, siete inclusiones en los ‘All NBA’, un puesto destacadísimo en el 75 aniversario y el destrozo de las fronteras del triple contra toda previsión. El caso es que de aquel joven deslumbrante no ha desaparecido nada. Antes bien lo ha fortalecido, simbolizando como nadie la llamada aptitud maestra en una suerte de eterna juventud. Mientras el baloncesto de nuestro tiempo ha vivido ensimismado por la durabilidad de LeBron, resulta que hay otro jugador, de menor masa física, que lleva demasiado tiempo haciendo lo demasiado extraordinario. “Tantos años después yo mismo me sigo preguntando dónde están mis límites y cuánto puedo durar así –reconocía Curry–, pero no es algo que me preocupe”. Con la seguridad del que cuenta con algún elixir secreto. Y lo tiene. Desde que un día lo encontró. Porque esto no siempre fue así.

Vale recordar que durante un tiempo que creímos irremediable, sus tobillos de gorrión eran la cosa más frágil del mundo. Lo eran los dos pero en especial su derecho, que se doblaba al menor contacto y que hubo que reparar y fortalecer en el quirófano del doctor Richard Ferkel, el mejor cirujano ortopédico del país. Y aun después de sanar Curry creía que había pasado dos años rehabilitándose porque temía volverse a romper. Bob Myers, el arquitecto de la dinastía, reconoció que le dijo: “Este puto tobillo no va a cambiar mi vida”.

El caso es que toda su preparación posterior, puede que la más vanguardista que haya conocido un jugador de baloncesto, arrancó entonces. Anulado el punto débil, tal vez el único posible, Curry concentraría sus esfuerzos y recursos en todo lo demás, que resumir en un talento prodigioso, aunque ello le convirtiera en un ratón de laboratorio, en un asunto de la ciencia. Fue arropado por un manto de especialistas hasta limitarlos esencialmente a dos. De un lado, Bruce Fraser, que Steve Kerr exigió a su llegada al banquillo porque era su amigo, excompañero en Arizona y especialista en biomecánica del tiro, ideal para su artillería de backcourt. A Fraser el mundo lo terminaría conociendo por salir en la foto escoltando a Curry en esas ruedas de calentamiento convertidas en un espectáculo sin igual.

El otro, Brandon Payne, anclado a Steph desde hace más de una década y fundador de la prestigiosa Accelerate Basketball, un centro de alto rendimiento alejado de toda convención. Cubierto su primer lustro con Curry, que coincide con la cumbre de 2016, su objetivo desde entonces pasaba por un imposible: “No dejar de mejorar durante un periodo indeterminado”. El ideal de que su progreso no finalizaría nunca, y que a diferencia de la mayoría, no encontraba razones para situarle un techo. En ningún momento de carrera.

Una parte del programa de Payne es visible como promoción de su propio negocio. Pero otra no. Y dado que su principal valor reside en aplicar técnicas personalizadas –en torno a un centenar de profesionales de élite–, el caso de Curry es, de todos, el más distinto, selecto y superior. Y aunque Payne, en artículos y entrevistas, fue trasladando a los medios muchas de sus rutinas, no es posible hacerlo con todas. Estas rutinas apenas se repiten más de lo estrictamente necesario, son profundas y creativas, y muchas conservan el sentido de las fórmulas secretas. Lo que sí sabemos es que esos circuitos que Payne imaginó, los fue cubriendo Steph, todos sin excepción, como videojuegos que pasarse constantemente.

La metodología en el trabajo de Curry no tiene parangón con ningún deportista en el mundo. Básicamente porque no la permite, porque Curry trasciende estructuras y métodos. Payne refiere el conjunto como un “proceso de activación kinética” a través de rutinas y técnicas de coordinación visual y control psicomotriz cuyo nivel de detalle permite detectar en el organismo síntomas de magnitud centesimal. En el fragor de un ejercicio extenuante con gafas estroboscópicas de reducción lumínica, manejo combinado de balón y pelota de tenis, reacción de contacto a paneles intermitentes y equilibrio sobre una sola pierna, su monitorización atiende a impulsos nerviosos y reacciones que traducir en el movimiento de la boca. “Ahí detectamos –explicaba Payne– la menor alteración respiratoria como síntoma de sobrecarga neurológica”, el mayor peligro a evitar.

El nivel de perfeccionamiento depende de un proceso de habituación por el cual desaparezca la sensación de sobrecarga y Curry, en pleno ejercicio, sea capaz de recitar un texto memorizado como un mortal pudiera hacerlo sentado, un control nervioso más propio de la meditación en los monjes tibetanos. Esa misma rutina puede verse intervenida por esprints a toda pista durante un minuto alternando lanzamientos distintos que superar el 80% de acierto. El propósito es alcanzar la mayor precisión posible aun en picos de fatiga, para lo que es necesario eliminar, apuntaba el periodista Marcus Thompson, “movimiento sobrante, gestos innecesarios y energía residual”. Payne lo explicaba en la idea de “neutralizar toda desventaja física y mental”, que en series sucesivas de dureza y dificultad crecientes potencian la necesidad de “rendir bajo presión”. Condiciones de presión artificialmente superiores a los partidos.

Payne ha llegado a reconocer en él estados de trance inimaginables en cualquier otro jugador. Que en picos de rendimiento su estado de forma, física y neurológica, trascendía las dimensiones de pista, como si las distancias dejaran de valer, y que por ello pasaron de hablar de perfeccionamiento para admitir el menor grado de imperfección posible. Por eso supimos que ya no bastaban los tiros anotados, sino hacerlo limpiamente, sin el menor roce al hierro. “Creo que la gente no sabe –confesaba el propio Curry– lo agotador que puede resultar lanzar catorce o quince triples por noche”. Hace mucho tiempo que el grado de ciencia en el tiro de Curry, su álgebra de brazos, codos y manos, de tanto repetirse, se entregó a la eficiencia de aligerar movimiento. Que basta un mínimo descenso porcentual para volver a empezar, un punto de partida que en el resto de jugadores no sería un techo posible.

A veces son suficientes pocas semanas para que cada una de estas pruebas sea enterrada por las siguientes, haciendo obsoleto todo el circuito anterior. Payne lo renueva con posiciones de tiro en las que Steph debe encadenar aciertos asimétricos, con variaciones de posición y recepción –incluso de espaldas–, y siempre en movimiento. Una vez completado este circuito el siguiente paso es reducir el tiempo, y nunca la precisión. Igual que la cumbre del Dream Team pudo darse sin cámaras, en aquellos piques a puerta cerrada que promovía Chuck Daly, Payne ha visto cosas de Steph que el mundo ignora. Secuencias de acierto en movimiento –y condiciones de laboratorio– en distancias superiores a los veinte metros. Lo único prohibido en el ardor de cada sesión es detenerse.

Hace tiempo que el cálculo realizado por David Fleming, relativo a cuánta distancia había recorrido en el rectángulo de pista, quedó corto. Con arreglo al tracking oficial Fleming estimó que en sus primeros diez años de carrera Steph había cubierto cerca de tres mil kilómetros (2954 km), equivalente a unos setenta maratones. Tan solo sin balón su recorrido oscila en torno a los dos kilómetros y medio por partido (y casi el doble en total). Así se explica uno de sus grandes poderes, el más subestimado de todos, en forma de movimiento constante, ese trotar a la búsqueda de espacio libre, un incesante ir y venir que supone un trastorno a todo esquema defensivo. “No creo que la gente llegue a entender en toda su extensión lo increíble de su motor interno –valoraba LeBron James–. No se detiene nunca”.

El mismo LeBron ha sido con razón elogiado por su asombroso conditioning, al igual que Giannis Antetokounmpo –nombrado el deportista más en forma del mundo– cuando en realidad, Stephen Curry no está por debajo de ninguno de ellos. Puede que de ningún otro deportista en la mezcla más alta de acondicionamiento y destreza. Esta es la razón de que Payne destacara que, próximo ya al ecuador de la treintena, “Steph vive un esplendor que otros alcanzan con 27-28 años”. Que en la horquilla estricta entre los 88-89 kilos su cliente ha conseguido, con el tiempo, “ser más rápido y más fuerte sin añadir ningún peso a su cuerpo”. Y que la definición de fuerza no guarda en su caso relación con el pulso anaeróbico ni el levantamiento de peso, sino con “trasladar su cuerpo del punto A al punto B sin pérdida de energía ni explosividad para la ejecución”.

Unos meses después del cuarto título, apenas iniciada otra temporada, los resultados de toda esta dinámica de trabajo, colosal y científica, seguían intactos. De hecho entrado noviembre, en el mar de datos que agita cada jornada, supimos que Curry era el jugador más veterano en encadenar dos partidos de cuarenta puntos desde Michael Jordan veinte años atrás, cuando el mito rozaba ya los 39.

Por eso fascina preguntarse hasta cuándo Steph puede rendir así. Fabular que mientras siga en pie, mientras ese tronco inferior funcione como tracción hidráulica, su calidad de tiro –sobra añadir que la mejor nunca vista– pueda sobrevivir hasta límites que incluso hoy se antojan impensables. Que de mantener ese nivel superior en la órbita de los cuarenta años, para lo que está siendo preparado, a qué límites pudiera ensanchar las fronteras del triple. “No encuentro ninguna razón para creer –confesaba Payne– que no siga siendo en adelante el Curry de siempre. Porque cada año que pasa, a los desafíos a los que es sometido, sigue acaba encontrando respuesta”. Y Steph despachaba el asunto diciendo sentirse “más fuerte que nunca”. En definitiva, que mientras es posible dudar de los Warriors no es posible hacerlo con él.

Kirk Goldsberry, el cartógrafo oficial de tiro de esta NBA transformada por Curry, en la constante evolución de su argumentario, llegó a decir que ya no es la simple cara de una revolución, sino una especie de emperador cuando lo que ha fundado tras el anillo del triple es, completa y radicalmente, un nuevo imperio del juego. Que en el futuro, cuando ya no vista de corto o ya no esté entre nosotros, Curry debería ser observado en su campo, la terrenal cosa del baloncesto, como a Mozart, Darwin, Mendel o Tesla en los suyos.

Que no es otro el verdadero significado de una revolución.

 

 

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