Reportaje publicado en el número 1.509 de la revista, en junio de 2021,que puedes conseguir aquí
La intensidad elevada a la enésima potencia, llevada incluso hasta su lado irracional, se fusionó en su día con un pedazo de futuro, de baloncesto visionario, arrojado a cancha más de dos décadas antes de su era ideal. De su mezcla emergió una bestia generacional, voraz y versátil hasta la última consecuencia. Un punto de inflexión en el juego y su circunstancia.
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Puente entre dos eras y estilos, un solo alarido al aire de Kevin Garnett bastó siempre para enardecer a los suyos, entregados a la causa competitiva que marcaba la pasión de su líder. Contaba Chauncey Billups, que compartió vestuario con él a inicios de siglo, que había veces antes de un encuentro que incluso le veía derramar algunas lágrimas. “Eran de pura intensidad, no viví nada igual”, confesaría asombrado. Como si para Garnett no hubiera mayor deseo que, embriagado, pisar la cancha y ofrecer su alma en cada centímetro.
Fue Decía Doc Rivers, que le dirigió en los Celtics campeones, que por muy bueno que fuese –que lo era- jamás mandaba que la primera jugada de ataque de su equipo acabase en sus manos para lanzar a canasta. “Porque arrancaba siempre fuera de sí”, admitía el técnico. Su fuego era incontenible. Garnett vivió el baloncesto como si este se hubiese apropiado de su vida mucho antes de que él mismo tomase consciencia de ello. Porque de hecho ya en edad de instituto, cuando todo eran sueños y nada realidades, había compañeros que revelaban que, en parones del juego, le susurraba cosas al tablero. Como si de un confidente más se tratara.
La vanguardia fue él
Baloncesto solo hay uno, pero son multitud los hijos que este deporte ha ido ofreciendo a lo largo de las décadas. Multitud de modos de expresión desde un mismo punto de partida. La evolución del juego es un fenómeno fascinante que va mostrando nuevos caminos para aquellos que lo practican y Garnett fue, en su día, un puñado de futuro arrojado a mitad de los noventa. Un conector de pasado y porvenir.
Garnett irrumpió en un baloncesto anestesiado en ritmo e hipermusculado en forma, dominado por los cerrojos defensivos y pinturas de dos interiores con tendencia a abrazar el aro. Y lo hizo desde un perfil tan novedoso que le costaría incluso a la propia Liga entender qué era exactamente aquel demonio que, estando por encima de los 2.10 de altura y en 2.25 de envergadura, no se comportaba como un hombre grande. O al menos, y ahí la clave, no como uno tradicional.
Su físico al llegar, con alarmante falta de kilos, era poco menos que adolescente entre los búfalos que poblaban las zonas. Pero su despliegue era masivo, más propio de un alero gigante con capacidad para cubrir mucha más pista y amenaza plena a cinco o seis metros del aro. Su técnica, además, parecía sacada de laboratorio. No botaba, pasaba ni tiraba como un hombre de tamaño -estaba varios pasos por delante-, básicamente porque no era tal. Era un híbrido por descifrar.
Viendo su novedoso perfil, Minnesota le llegaría a emplear mayoritariamente como tres durante su primer año, junto al talentoso Tom Gugliotta en el cuatro y cualquier referencia de más empaque físico, como Dean Garrett o Stojko Vrankovic, en el cinco. El resto de su carrera dibujaría, sin embargo, un cuatro primoroso que, en su mejor escenario, habría sido la referencia interior única y perfecta para el juego de hoy en día. El unicornio, como cinco, que toda franquicia querría en pista: versátil a la enésima potencia, solvente en toda zona defensiva y ‘alerizado’ en fase ofensiva, con recursos para jugar de cara al aro.
Garnett aterrizó en la NBA un cuarto de siglo antes de que el juego entendiese que él era el futuro. Un interior capaz de conjugar artes tradicionales (contundencia cerca del aro, dureza en los bloqueos) con caminos vanguardistas (amenaza en el tiro, movilidad y recursos en bote y pase). Uno capaz de proteger su aro y abarcar cualquier rango defensivo que se le pidiera.
En torno a eso último reconocía Kevin Johnson, base All-Star durante los noventa, que su presencia apabullaba atrás. “Era imposible de superar, rápido como un felino y de envergadura monstruos, lo cubría todo. Además tenía una salvaje energía y para colmo nunca dejaba de hablar y provocar”, confesaba a Howard Beck.
José Manuel Calderón, diferente perfil de base y también de contrastadísima carrera, se pronunciaría en su día en la misma dirección. “Cuando te quedabas emparejado con él, cualquiera podría pensar que siendo un jugador grande tenías que atacarle por ser tú más rápido. Pero es que era tan rápido como tú, mucho más que cualquier otro interior. Y contestaba cualquier tipo de acción, dentro o fuera”, explicaba certero el extremeño.
Garnett ha sido, en la práctica, uno de los jugadores más capaces de la historia a la hora de defender las cinco posiciones en cancha y, de hecho, cualquier perfil imaginable que hubiera enfrente. Un prodigio aposicional que mostraba, a través de su ejemplo, la máxima versatilidad hacia la que se encaminaba el juego.
“Me recuerdo a mí mismo pensar –admitiría Gregg Popovich, leyenda de los banquillos- si aquello sería la nueva norma, cómo era posible que fuera tan grande y con tantos recursos. Me parecía increíble”. Una visión que Paul Pierce, primero rival y después compañero, constataría después. “Representó la nueva generación de jugadores trascendentes. Nadie había visto tipos como él, con esa combinación de velocidad, despliegue físico y versatilidad”.
Garnett como punto de inflexión
Garnett no solo sería nexo deportivo entre dos épocas, también representaría un punto de inflexión a otros niveles. Uno de ellos sería su precocidad: fue el primer jugador en dos décadas que dio el salto directamente desde el instituto a la NBA (1995), tras los casos de Darryl Dawkins y Bill Willoughby en 1975.
Y de hecho ejerció como pionero para la nueva generación de jugadores, con referentes como Kobe Bryant (1996), LeBron James (2003) o Dwight Howard (2004) siguiendo esa ruta hasta que la NBA cambió la normativa (2005), retrasando un año la llegada de los jugadores al profesionalismo. Durante aquella década buena parte de las franquicias buscarían ‘su’ Garnett en las complejas aguas del mundo preuniversitario.
Sería, por cierto, el factor académico lo que precipitaría la llegada de Garnett la NBA. Él tenía pensado jugar en la universidad pero no fue capaz de aprobar, en diversas ocasiones, las pruebas de acceso. Aquello hizo que se replantease la forma de desembocar en el campo profesional, algo confirmado después durante una sesión privada de entrenamiento en Chicago, ante franquicias NBA y en la antesala del Draft de 1995. Allí estarían presentes, entre otros, Kevin McHale y Flip Saunders, ambos en representación de los Timberwolves. No haría falta más, ver a Garnett era como reproducir una película en tres dimensiones antes del cambio de siglo.
“Fue posiblemente el mejor ‘workout’ que he visto en mi vida. Al terminar, Kevin y yo nos miramos sabiendo que no había riesgo alguno en elegir a ese chico. El único posible era que otra franquicia nos lo quitase antes”, explicaría Saunders. Minnesota le elegiría en el número cinco de aquel sorteo. Solo dos años después haría historia de otro modo.
En octubre de 1997, tras únicamente dos campañas como profesional y teniendo apenas 21 años, los Wolves acordaron con el jugador un contrato por valor de 126 millones de dólares en seis temporadas. El mayor de la historia de la Liga en aquel momento. La franquicia quería asegurar, por todos los medios, la continuidad de su prodigio. Pero a cambio generó un seísmo en el universo NBA.
El acuerdo superaba, por contextualizar, el precio de venta de la propia franquicia de Minnesota dos años antes, haciendo visible un escenario insostenible: Garnett valía, ya entonces, más que los propios Timberwolves. Aquello cambió para siempre las reglas del juego.
Los propietarios consideraron que aquel contrato hacía temblar, por exceso, los cimientos de cualquier orden. Todas las tensiones y el descontento desembocarían en el cierre patronal de 1998, circunstancia que haría no solo comenzar más tarde aquella campaña 1998-99 sino que, sobre todo, alteró el acuerdo colectivo creando un escenario de contratos máximos para los jugadores que controlase, al menos en parte, el mercado.
Tan indomable como inspirador
Doce años en Minnesota, bañados en reconocimientos individuales pero sin éxito alguno en lo colectivo (solo en una campaña, la de 2004, su equipo ganó eliminatorias de Playoffs), fueron preludio a su aterrizaje en Boston en el verano de 2007. Lo haría con 31 años pero hambriento de gloria. Dejaría una huella imborrable.
Garnett, acostumbrado a ejercer como superestrella, supo entender su nuevo papel a la perfección y de inmediato: fue alma y corazón de un equipo extraordinario, que conquistaría el título en su primera campaña (2008). Asumió el rol de líder espiritual de un grupo que encontró en su carácter y pasión la brújula a seguir, pero al mismo tiempo siendo determinante en cancha como ancla de una máquina defensiva y ejemplar complemento ofensivo para los talentos de perímetro (Paul Pierce y Ray Allen) que tenía al lado.
Pocos definirían ese espíritu tan bien como Sam Cassell, base con el que compartió cancha en Minnesota. “Es una especie de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Fuera de la pista es un tipo fantástico, una gran persona. Pero una vez entra en ella es un auténtico maníaco, si no estás en su equipo te declara la guerra pero si estás en él se desvive por ti”, expresaría Cassell sobre su indomable personalidad.
Hasta tal punto llegaba su fuego que, un año después de ser campeón con los Celtics, minutos antes de una rutinaria sesión de entrenamiento durante el mes de febrero, Doc Rivers le dijo a Garnett –entonces camino de los 33 años- que se tomara la sesión libre, que se fuera pronto a casa y descansase. “Entrenador, no lo entiendes –contaría el propio Rivers a Jackie MacMullan, sobre la respuesta de Garnett-, si yo me tomo un día libre, el resto va a percibir sensación de debilidad. Y no puedo permitirlo”.
Garnett acabaría poco menos que saboteando aquella sesión. Como líder su obligación, así lo consideraba, era predicar siempre con el ejemplo: no solo no podía permitirse dejar de entrenar un día, sino que en cada secuencia de cada ejercicio debía procurar, cual demente, ser el mejor.
Aquellos que compartieron equipo con él lo contaron muchas veces: en los de velocidad, corría más que los pequeños; en los de fuerza, dominaba a cualquier grande. Garnett era una bestia, muchas veces pasada incluso de revoluciones con los suyos. Si no estabas al nivel que demandaba, martilleaba tu oído con provocaciones. No era apto para jugadores dóciles o que repeliesen su fuego, Garnett exigía compromiso máximo y era un incendio por sí mismo. Y lo sería, de hecho, hasta el final.
Porque cuando regresó a Minnesota (2015), como hijo pródigo y previo paso por Brooklyn, para prestar su último servicio como profesional, lo hizo bajo la misma metodología y exigencia. Aquel verano de 2015, con 39 años y tras veinte de carrera, ofreció indirectamente una lección a varios de los jóvenes a los que debía tutelar.
Garnett apareció en julio en Las Vegas, para seguir a los chicos del conjunto de la Liga de Verano. Allí coincidiría con Andrew Wiggins, Shabazz Muhammad y Gorgui Dieng, prometedores talentos que no estaban citados para competir pero también se pasaron por allí. Acordaría con ellos varias sesiones de entrenamiento durante esos días, alquilando un gimnasio y citándose todos, para la primera, a las ocho de la mañana. Cuando se presentaron los tres jóvenes, puntuales, vieron a Garnett ejercitándose, ya bañado en sudor.
El veterano había llegado a las seis. Y a la entrada de los jóvenes les clavó una fase que estos no olvidarían nunca. “Pensaba que queríais ser buenos de verdad”, lanzó Garnett, aludiendo al hecho de que si realmente lo anhelaban, el máximo esfuerzo era innegociable. Que llegar el primero y marcharse el último debía ser poco menos que una filosofía de vida.
Fue su forma de hacerles ver que era el camino durante el día a día lo que determinaba la meta, incluso pese a ser –como era su caso- un perfil adelantado a su tiempo. Garnett no guardó nunca una sola gota de esfuerzo, uniendo ese sacrificio y desmedida pasión a un catálogo abrumador de recursos, en lo físico y lo técnico, hasta convertirse en un jugador generacional. Icono de la nueva era.