En los últimos dos veranos, la NBA ha cambiado por completo. Nombres importantes como Klay Thompson, Paul George, Bradley Beal o James Harden cambiaron de equipo y la liga como la conocíamos ya no existe. Y el principal culpable no es un jugador o un entrenador, ni siquiera una franquicia: es el convenio colectivo. El nuevo, y el de 2011. Es el documento firmado por propietarios y asociación de jugadores en búsqueda de una alegría compartida. Su primer resultado, la NBA más abierta de la historia con seis campeones distintos en seis temporadas. Y buscando el séptimo para felicidad de Adam Silver, que cuenta con un producto cada día mejor. Aunque no todo son ventajas.
La era de las dinastías ha terminado. Los Warriors fueron la última, en uno de los mejores equipos nunca vistos y al que las lesiones de Kevin Durant y Klay Thompson ahogaron hasta pasar dos años por el infierno de la lotería tras las finales de 2019. Fueron el último equipo en repetir finales (2015 hasta 2019), la mayoría de ellas contra LeBron James y los Cavaliers. Porque el final de la década pasada fue eso, un duelo entre James y los Warriors. O LeBron y los Spurs antes, en su época en Miami y Cleveland primero. Uno sabía, si encendía el televisor en junio, que LeBron estaría jugando y probablemente Steph Curry también.
Era fácil vender el producto y que los nuevos aficionados se identificaran con uno de los dos. ¿Ahora? Más complicado crear ese icono. Con un mercado tan abierto, la aparición de esa rivalidad se presume mucho más compleja. En 2023 las finales las jugaron Denver y Miami, octavo y séptimo favorito respectivamente en Las Vegas, y un año antes, en 2022, los Celtics eran decimoterceros. Los Mavericsk de este año estaban undécimos, por buscar un ejemplo más cercano, séptimos del Oeste. De 2016 a 2018 nadie se coló en el top-2 que no fueran Cavs o Warriors, pero el final de los LeBron, Curry (y Durant) está cerca. Y para no tener que fabricar un relevo artificial, la NBA ha creado una competición impredecible hasta cierto punto.
Los que vean el baloncesto como un vaso medio lleno pueden pensar que es positivo para la competición. Llegados a marzo, a un mes del inicio de los playoffs, hay todavía 10 equipos que sueñan con ganar el anillo, e incluso en las semifinales del Oeste los cuatro parecían candidatos al anillo. Equipos con opciones reales por talento, nombres o récord. La prueba es que en los últimos cinco años, el equipo con factor pista ha perdido las semifinales (13/20) y que el campeón no era uno de los dos mejores récords de la NBA desde los Raptors de 2019, hito que han igualado los Celtics.
Por qué los Boston Celtics pueden ser la próxima gran dinastía de la NBA: amenazas y fortalezas
Sobre ello habló el martes Adam Silver, en la junta de gobernadores de la NBA. Lo definió como paridad y dejó claro que la de la NBA es real. “Es igualad de oportunidad en el sentido que si un grupo es bien gestionado, están en situación de competir”. Meritocracia. Desde 2019 han jugado nueve equipos distintos las finales, con solo Warriors, Celtics y Heat repitiendo. El espejo es la NFL, donde solo los Kansas City Chief de Patrick Mahomes han conseguido repetir desde que Tom Brady dejó New England. Ese rumbo tiene la NBA, que si bien no ha implantado un hard cap, un límite salarial duro, ha creado mecanismos para que el actual sirva como tal.
La realidad es que no es meritocracia si hay dinero involucrado, y siempre lo hay. El impuesto de lujo sirve para romper la balanza cuando hay propietarios mucho más ricos o con mayor predisposición a pagar. Y hacia donde van las plantillas de los candidatos al anillo, con dos o tres jugadores en contrato máximo y piezas de rol alrededor, se antoja complicado imaginar a un campeón de gasto bajo. Denver ha sido víctima de la racanería de su propietario, como pasó con los Thunder de Durant, Westbrook y Harden. Algo que Boston o Phoenix, por ahora, no han tenido problema con hacer: pagar la multa, pasar por caja. Ser bueno cuesta; serlo varias temporadas seguidas tiene un precio mucho mayor.
El nuevo sistema obliga a tomar decisiones que no solo tienen que ver con el baloncesto, y donde el dinero influye. Meritocracia mezclada con capitalismo y trazas de geografía, porque importa la localización. No es lo mismo tener una plantilla de $200 millones en Nueva York o Los Angeles que tenerla en Memphis o en Oklahoma. Existe una igualdad, pero solo entre los favoritos: los ricos o los que tengan en sus filas a una superestrella de la talla de Jokic, Giannis, Embiid o Doncic. Y con ellos en tu plantilla da igual si estás en Wisconsin o en California, que ya vale.
Y no hay que olvidar la manera de consumir la NBA. Al contrario que la NFL, donde priman las franquicias y las estrellas son limitadas, la liga de baloncesto es una competición de jugadores. Ellos son los protagonistas, las caras, el mayor atractivo. Ninguna franquicia tiene una base de seguidores como los Buffalo Bills igual que ningún jugador de la NFL se compara a lo que mueven LeBron, Curry o incluso Luka Dončić, ni siquiera Mahomes. LeBron tiene 23 veces más seguidores en Instagram que el quarterback de los Chiefs, por poner un ejemplo, pero también siete veces más que los Lakers. El nombre de la espalda es importante.
Por eso buscar una paridad en la NFL tiene sentido, pero falta ver cómo resulta en la NBA actual con un Adam Silver que ha intentado contentar al propietario más que a jugadores o aficionados. Y como años de nuevos campeones puede afectar a la temporada regular, a las audiencias de los playoffs, ahora que ha firmado un nuevo acuerdo de televisión o a la popularidad de los jugadores. Falta por ver si habrá un séptimo ganador diferente o por fin un equipo decidirá eliminar la paridad y establecer una dinastía.