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La supernova y el otro lado del anillo, por Andrés Monje

La supernova y el otro lado del anillo, por Andrés Monje

Ante las cimas solo cabe la admiración. La demostración de Giannis Antetokounmpo en el sexto partido de las Finales NBA de 2021 entró de lleno en el Olimpo de las más grandes actuaciones individuales de la historia de la Liga. Sus 50 puntos, 14 rebotes y 5 tapones en el encuentro que cerró el título, el más importante de su vida, explican bien la dimensión de un prodigio generacional como el griego.

Las Finales de Giannis, coronadas por su legendario último duelo, dejaron medias de 35 puntos, 13 rebotes, 5 asistencias y 2 tapones, con porcentajes superiores al 60% en tiros de campo. Unos números sin precedentes, insuficientes sin embargo para explicar su valor en una franquicia a la que bajo su liderazgo ha llevado al título medio siglo después. Entonces al amparo de otro mito, Kareem Abdul-Jabbar.

El rendimiento de Antetokounmpo ha dejado un sinfín de marcas en lo numérico y encabezará, con merecimiento, cualquier recuerdo posible a un título ya histórico para una franquicia como los Bucks, a la que le costó cinco décadas volver a ocupar ese escalón.  Sin embargo su concepción del juego, en fondo y forma, revelan otro detalle que tampoco debiera olvidarse dentro de ese hito.

Giannis es, al contrario que la mayoría de referentes de nueva era, un jugador que no destaca por su propia producción de tiros. No se genera suspensiones porque su poder atómico reside en llegar a la pintura y ejercer como versión vanguardista del mejor Shaq, un elemento imparable en la zona. Tal circunstancia le hace depender, a nivel ofensivo, de acompañantes que cubran dos necesidades básicas: la amenaza espacial (mediante el tiro de tres, que le abra vías de llegada al aro) y la construcción de ventajas desde el bote, sobre todo a nivel creativo.

El griego es una fuerza defensiva de máximo calibre, totalmente aposicional e ideal para ejercer como corrector en cualquier situación. Defiende del uno al cinco, recupera distancias a la velocidad de la luz y es extraordinario en su esfuerzo. No regala una posesión. Pero en ataque, incluso siendo su despliegue monstruoso (más de 20 puntos por partido solo en la pintura en los Playoffs), requiere acompañamiento para complementar sus virtudes, que ya de por sí generan el desajuste automático: apenas un puñado de mortales le podrían aguantar en uno contra uno, porque es demasiado atlético para cualquier interior y demasiado grande para cualquier asignación de perímetro.

El caso es que su ejemplo, como macho alfa que incuestionablemente ocupa un lugar preferencial en cuanto a responsabilidad por el éxito, sirve para recordar que toda gloria en el baloncesto jamás llega por la acción de un solo hombre, por sobresaliente que este sea. Y por tanto nunca debiera ser únicamente atribuida a su talento. O, dicho de otro modo, que nadie es capaz de conquistar el éxito solo.

El otro anillo

El baloncesto parece ofrecer, demasiado a menudo, una narrativa tan llamativa como irreal. Cuando se habla de gloria y se arrojan nombres como los de Jordan, Bryant o James, por citar algunos claros exponentes de la era moderna e inevitables iconos para el aficionado, es automático asociar su grandeza con el número de títulos que cada uno de ellos ganó. Poniendo en evidencia una lucha por ese trono imaginario del individualismo… en un deporte precisamente demasiado complejo como para hacerlo.

Porque en esos debates, de héroes y proezas, rara vez se hace alusión a quiénes ofrecieron su imprescindible ayuda para lograr esos títulos. Sean escuderos de gran aporte o, aún de forma menos frecuente, secundarios de puntual rescate. Como si, en el fondo, fueran esos héroes capaces de conseguir los títulos por su propia omnipotencia.

A menudo estos otros tipos, los ayudantes, quedan como solidarias sombras anónimas que guardar en el baúl, envueltas en los éxitos del líder. Y siendo el baloncesto lo que es, lo que siempre ha sido, un deporte en el que es la interacción permanente y profunda de cinco elementos en pista la que genera el resultado, el descuido está servido y vendido.

Serviría igualmente para hoy.

Milwaukee no habría ganado el título sin Giannis. Su figura agiganta las opciones de éxito de su equipo, por su capacidad de influir en ataque y defensa a partir de unas condiciones atléticas de dibujos animados y una sobrehumana ética de trabajo que le hace aplicarlas, cada vez mejor, en zonas donde su impacto es devastador.

Giannis ha triunfado a lo grande, tras unos Playoffs en los que ha demostrado su enorme influencia sea cual sea el reto existente delante. Una que, más allá de filias, fobias y preferencias estilísticas, le consagra como un jugador de calibre histórico, con enorme recorrido aún por delante.

Pero también es cierto –y aquí lo vertebral- que, al igual que todas y cada una de las estrellas que lo consiguieron previamente, Giannis no habría conquistado ese mismo título si aquellos que le rodean no hubieran puesto, de forma decisiva, su nivel al servicio del colectivo. Como si existiese una peligrosa tendencia a olvidar que, en baloncesto, nadie gana solo.

En un escenario como el actual, donde la mitificación individualista saca mayor rédito que cualquier otra, donde públicamente la estrella absorbe tal cantidad de luz que llegado el punto podría hasta dejar sin ella al resto de acompañantes, circula casi en dirección contraria la idea de que una narrativa con peso pueda ser esa: acordarse del soldado que ayudó al capitán. Pero, más allá de lo más vendible, seguramente esa narrativa sea una justa.

El anillo es de Giannis. Y no existiría sin él. Pero cabe recordar que, pese a sus enormes contribuciones, tampoco existiría sin la estructura que le acompañó y la suma del resto de piezas.

Porque ese anillo es también de un Mike Budenholzer que, tras dos fiascos durísimos en los dos últimos Playoffs, aprendió a corregir a tiempo. Budenholzer, en palabras de Gregg Popovich el mejor asistente que nunca tuvo en el banquillo –algo que serviría como aval vital-, no tendría a estas alturas nada que demostrar tras participar, en primera línea como asistente, de cuatro títulos con los Spurs y de llevar a los Hawks, en su primera aventura al frente de un cuerpo técnico, a un histórico curso de 60 victorias en fase regular y en el que pisaron Finales de Conferencia por primera vez en más de 40 años.

A la tercera, apostó por formatos de mayor versatilidad cuando tocó, prescindiendo de su plan A, con su habitual necesidad del cinco clásico en pista para colapsar el aro atrás, en momentos clave. Corrigió factores adversos cuando se presentaron, como los cambios en la defensa del bloqueo directo o el mayor uso de Giannis como bloqueador a la hora de generar la primera ventaja ofensiva, lideró desde un escenario mentalmente complejo (3-2 abajo ante los Nets, 2-0 ante los Suns) y, en definitiva, encontró su redención en una gestión de eliminatorias mucho más intervencionista que las dos últimas.

Ese anillo es también de Khris Middleton, permanentemente a la sombra de Giannis pero, tras ocho años juntos, innegociable en su asalto al campeonato. Middleton partió siempre del segundo plano (trece puntos por partido en su tercer y último año universitario en Texas A&M, elegido en la segunda ronda del Draft de 2012 o con promedios de solo 6 puntos en su año de novato en Detroit), pero fue elevando su nivel de forma progresiva y siempre bajo el radar hasta convertirse… en noticia por su contrato más que por su juego.

Un acuerdo de 70 millones firmado en el verano de 2015 le colocó la peligrosa etiqueta del candidato a sobrepagado, algo que no hizo más que elevar a la enésima potencia cuatro años después, cuando los Bucks le pusieron sobre la mesa casi 180 millones por cinco cursos. En ese momento, el jugador solo había sido All-Star en una ocasión, circunstancia que acrecentó las dudas sobre su valor para el más exigente de los contextos.

Middleton, un escudero perfecto por su versatilidad táctica y técnica, así como por su capacidad para asumir mayor o menor volumen ofensivo según convenga, ha estado permanentemente discutido. Hasta que su propio nivel se ha encargado de acabar con las dudas. Esencial en el anillo de Milwaukee, con 24 puntos por partido en las Finales y tramos de resolución en situaciones clave, la gloria habría sido imposible sin él.

Ese anillo también es de Jrue Holiday, que con solo dos presencias en Playoffs en los ocho años previos a su aterrizaje en Milwaukee, parecía disparar su carrera hacia una estantería de culto, sin aprecio global ni oportunidades de ganárselo. El salto cualitativo que produjo en la estructura, más evidente que nunca por su respuesta a la baja de Giannis en la serie ante los Nets y su monstruoso trabajo defensivo en las Finales, revela el valor a menudo gigante pero siempre silencioso de uno de los complementos más necesarios para la gloria en Milwaukee.

Holiday, al que extendieron su contrato el pasado mes de abril a razón de 160 millones por cuatro años, también convivió con la presión pública de aquel que ha estado fuera del foco a menudo durante su carrera y recibe la confianza plena de aquel que no solo le necesita sino que cree en sus posibilidades. Una carrera en las sombras puede no significar más que no se ha gozado del contexto oportuno como para mostrar su increíble luz. Y él es buena muestra.

Ese anillo también es de Pat Connaughton y PJ Tucker. Durante la firma de su primer contrato NBA, con Portland, Connaughton aceptó renunciar a toda práctica del béisbol, amateur y por supuesto con cualquier tinte profesional, un hecho revelador para un tipo que incluso estando en periplo universitario mantenía serias dudas sobre a qué deporte dedicar su carrera profesional. Como pitcher era fantástico. Como soldado de rotación, arma exterior al rebote y oxígeno al triple, su papel ha sido tan valioso que ha incrementado su peso en la rotación cuando más exigencias había enfrente.

Tucker, gladiador profesional y primordial como ‘falso cinco’ que permitía la máxima versatilidad defensiva en los Bucks, llegó a jugar en Ucrania o Alemania antes de coger, con 27 años, su último tren hacia la NBA en el verano de 2012, gracias en parte a un presentimiento de su esposa. Reciclado hasta personificar, como muy pocos, el bastión del ‘small-ball’ como arma táctica en base a aleros pequeños pero capaces de sobrevivir a la lucha en la pintura, Tucker ha encontrado, con 36 años, la gloria que no alcanzó en Houston y que rubrica una carrera de constante homenaje al colectivo.

Ese anillo también es de Brook Lopez y Bobby Portis. Al primero se le ocurrió, en el verano de 2016, regenerar su carrera dedicando el período sin competición a un masivo entrenamiento al triple. No parecía tener necesidad, era titular, venía de meter 20 puntos por noche e incluso años atrás había sido All-Star. Y así, tras intentar 31 triples en ocho años de fase regular, pasó a rozar los 400 en la siguiente apoyándolos en un más que decente acierto. Aquella decisión le cambió la vida, dando pleno sentido a su presencia como arma de espacio ofensivo en un equipo que las requiere todas con Giannis en pista. El antiguo Lopez supo entender hacia dónde cambiaba el juego y alteró el rumbo de su carrera. Hoy es campeón NBA por ello.

El segundo encontró un hogar cuando más lo necesitaba, en su cuarta franquicia en apenas dos años y medio y habiendo rebajado su caché para adaptarse a un rol de ‘energy guy’ desde el banquillo que pudiera hacerle sitio en escenarios competitivos. Ha respondido a la perfección, siendo vital como sostén ofensivo desde la segunda unidad en minutajes reducidos.

Ese anillo también es de Jeff Teague, en quien Budenholzer confió tras coincidir años atrás en Atlanta; y de Bryn Forbes, al que una salvaje sesión de tiro le abrió, en vísperas del Draft, una puerta trasera a la NBA, que no desaprovecharía después. El anillo es también de Donte DiVincenzo, que habría sido titular en las Finales de haber estado sano, o de cualquier miembro de la tercera unidad que ha hecho grupo, factor casi siempre olvidado pero crucial en cada éxito coral.

Ese anillo es de Jon Horst, por no rendirse en su lucha por cuadrar el mejor proyecto posible para que su dibujo animado creyese en ellos, incluso pese a los infinitos cantos de sirena de otros proyectos y los últimos golpes recibidos los dos últimos años. Porque cuando Giannis dijo sí a su continuidad, Milwaukee tampoco dejó de buscar el mejor contexto colectivo posible para que su estrella pudiera marcar las diferencias llegado el momento.

Lo ha hecho. Giannis Antetokounmpo, dos veces MVP, Defensor del Año y uno de los grandes rostros del baloncesto de vanguardia que hace comportarse, a la vista, a gigantes de escalofriantes condiciones como si fueran pequeños, es ya campeón de la NBA y MVP de las Finales. Lo ha logrado. Su nombre queda ya a salvo en las tan preciadas vitrinas y libros de historia, que a menudo solo se acuerdan del que gana. Aunque la conveniencia de ese detalle represente, en realidad, otro rico debate.

Pero, convendría siempre tener en mente, en su caso y en el de cualquier otro por enorme que haya sido su dimensión, que ese triunfo no lo alcanzó solo. Que previamente ni Magic, ni Bird, ni Jordan, ni Bryant, ni James lo lograron solos, por salvaje que fuera su brillo. Tampoco nadie que les precedió y ningún otro que pueda venir.

Incluso con jugadores generacionales de por medio, el anillo rinde tributo al éxito coral y, al margen de héroes que encabecen su conquista, pertenece a todos aquellos que con mayor o menor brillo contribuyeron a conseguirlo. Sirvan estas líneas para ensalzar el valor de una larguísima estirpe de jugadores que haciendo menos ruido también resultaron imprescindibles para obtener la gloria. Una que también es suya.

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