Publicado originalmente en julio de 2016.
El baloncesto no esperaba a Tim Duncan. Ni siquiera imaginaba su existencia.
No podía, del mismo modo que en la vida no es posible aguardar lo verdaderamente diferencial. Porque algo así no se espera, llega. No se sabe qué es hasta que de repente se descubre. Algo así pasa fugazmente, sí, pero ese instante lo cambia todo y para siempre. Su efecto ya jamás se marcha.
Duncan ha alcanzado una dimensión tan elevada para este deporte, una cima tan descomunal, que llegó un punto en el que no hacía falta ni su presencia física para explicarlo, aunque esta sirviese siempre para colmar el ojo y por extensión el corazón. En otras palabras, verle valía para saciar de forma egoísta nuestra necesidad de contemplar algo aunque asumiésemos que lo esencial era entender qué representaba. Y ya lo entendíamos. Lo entendíamos tanto que esa idea nos había atrapado.
Por eso con él ya no era imprescindible verle, por mucho que adorásemos hacerlo. Porque él ya lo mostró todo. Ya impartió su cátedra.
Ya era eterno en activo.
– “Muere, muere… ¿por qué no mueres? ¿por qué no mueres?
– «Bajo esta máscara hay algo más que carne y hueso, bajo esta máscara hay unos ideales… y los ideales son a prueba de bala»
V de Vendetta (James McTeigue, 2006)
Timothy Theodore Duncan debía haber sido nadador. Y uno muy bueno. Con 13 años apuntaba a prodigio en los 400 libres, hasta el punto de poder seguir el ejemplo de éxito que tenía cerca, el de su hermana Tricia, olímpica en Seúl (1988). Sin embargo un giro del destino provocó que la natación perdiese una figura. El baloncesto acabaría ganando una leyenda.
El huracán Hugo asoló (1989) la localidad de la familia (Saint Croix, Islas Vírgenes), devastando el 90% de construcciones de la isla, incluyendo la única piscina de dimensiones olímpicas, donde Tim entrenaba. El joven, que en ese tiempo perdería a su madre (víctima de cáncer), no quiso continuar su preparación profesional en aguas abiertas, atemorizado por la amenaza de tiburones y en el fondo paralizado por la pérdida de la persona más importante de su vida.
El (doble) desastre tuvo como consecuencia, sin embargo, la mayor cercanía que adquirió con Rick Lowery, marido de su hermana Cheryl y un hombro en el que apoyarse en aquel escenario. Aquello cambiaría el resto de la historia. Lowery había jugado al baloncesto en la Universidad (Capital University en Columbus, Ohio), aunque ni siquiera a nivel de élite. Pero su consejo comenzó a despertar el interés de Tim, que abrazó muy pronto la canasta y -entonces sin saberlo- comenzó a cambiar la historia.
Diecinueve años como profesional (todos en la misma franquicia) y cinco títulos de campeón después nada es lo mismo. Duncan comenzó a jugar tarde al baloncesto, pero hoy el baloncesto aplaude en pie el hecho de que lo hiciera. Porque pensar en él únicamente como un profesional, incluso como uno de gran éxito, sería quedarse prendado del dedo teniendo de fondo la luna.
Se podría hablar de números, recordando centenares de hitos acumulados a lo largo de una trayectoria abonada a la excelencia, no sólo por nivel sino por el modo de perpetuar el mismo. Se podría hablar de reconocimientos individuales, pues los recibió de forma masiva. Sin embargo hacerlo resultaría terriblemente injusto con su figura. Duncan tuvo todas las cifras y premios que cualquiera habría soñado y sin embargo a la vista ninguno le hizo falta para dejar grabado su legado en la memoria colectiva.
Duncan no ha sido un jugador de baloncesto. Fue, desde el principio, mucho más.
Ha sido una forma de entender el juego.
Nada revela de modo más fiel y sincero su trayectoria que su vínculo con Gregg Popovich, en la práctica un padre en todas sus versiones. Nada porque llegó el asombroso punto en el que, simulando el amor de toda una vida, ambos se entendían sin siquiera hablar. Mantenían una relación casi mental pese a verse a diario, un escenario fascinante por la dimensión de la obra que ambos protagonizaban.
El ejemplo nunca estuvo en sus palabras. Estuvo en sus actos.
Popovich bromeó con Duncan sobre la retirada hasta el último de sus días. Cada gira de partidos a domicilio, especialmente este último curso, le inoculaba la sensación de despedida con su sempiterna acidez. Pero Timmy, con años de Pop a su espalda, respondía cambiando el sentido de la pregunta. Ambos sabían, en realidad, que a efectos prácticos el final del uno sería también el del otro, ya que ambos eran la misma representación de un mismo concepto. Sin embargo, y a la vez, los dos mantenían la esperanza de que ese final no existiese. Y estaba justificada: su legado no puede morir. No sólo por ser el binomio ‘entrenador-jugador’ con mayor número de triunfos en la historia, sino sobre todo por la diferencia de épocas y formas en las que estos se habían producido.
Si hubiera una imagen, sólo una, que definiese el vínculo de Duncan con su maestro, el foco apuntaría sin dudar a los momentos posteriores a perder el séptimo partido de las Finales de 2013. Minutos después de que los Heat venciesen a San Antonio. Porque esa imagen, al igual que su propia relación, fue capaz de decirlo todo sin hablar.
El valor de ser el líder de la estructura colectiva más longeva de la historia del baloncesto es el que refleja la trayectoria del Duncan jugador. Porque los Spurs, construidos como organización competitivamente tiránica, nacieron la noche del Draft de 1997, en el exacto momento en el que David Stern pronunció las dos palabras mágicas: Tim Duncan. Fue él quien proyectó lo que había y fue él quien permitió consecutivamente integrar todo aquello que pudiera engrandecer la obra hasta niveles infinitos. Como así fue.
El mejor cuatro de la historia del baloncesto, uno sin ningún tipo de carencia estructural en su juego, ni en ataque ni en defensa, permitió que Manu Ginobili frotase su lámpara para dejar salir al genio, permitió que Tony Parker volase teniendo siempre una red que no le hiciera temer por una caída y permitió que Kawhi Leonard entendiese, mucho antes de ser una estrella, qué significa ser un jugador de los Spurs y –más allá- el máximo exponente futuro de la franquicia.
Duncan permitió todo lo que entendía que agrandaría la leyenda del equipo en el que estaba. Que sólo fue uno porque sentía que era el suyo. Y al igual que Kobe fue el apogeo individual de toda una era, Duncan fue esa misma cumbre sólo que en lo colectivo. Tan diferentes y tan iguales, el adiós de ambos, como dos iconos de la historia del juego, parecía condenado a abrazarse. Porque ellos, como ying y yang, simbolizaron su deporte durante dos décadas.
La capacidad de Duncan de dominar sin estridencias marcó su carrera del mismo modo que el don de hacerlo en diferentes estructuras (finalmente también como cinco y aceptando cualquier tipo de perfil a su lado en la zona) y de muy distintos fines. Los Spurs, paradigma del cambio y la adaptación en el baloncesto moderno, el mayor ejemplo Darwiniano de supervivencia y dominio visto, encontraron también en él un líder adaptable a prácticamente cualquier circunstancia.
Así del plan árido e hiperdestructivo de los primeros anillos se fue pasando a la etapa de transición que hizo nacer la propuesta artística, de gran volumen y riqueza ofensiva, que encontró su clímax en 2014, la mayor exhibición sostenida de baloncesto colectivo que ha podido ver este siglo. Llegada además un año después del mazazo ante Miami –el mismo rival entonces-, como la mejor respuesta posible a la decepción: alcanzar una secuencia casi irreal de juego en el momento definitivo y con un proyecto del que se temía continuidad.
Duncan siempre sostuvo atrás, como ancla defensiva primero, corrector interior después y líder vocal en todo momento. Pero igualmente Duncan siempre proyectó adelante, con su inteligencia sin el balón, su cátedra de pase con él, su uso de las dos manos y el movimiento de sus pies, todo hasta llegar al tiro a tabla, el movimiento que mejor podría condensarle. Tan rotundamente eficiente como silencioso. Siempre más devastador que su apariencia.
A lo largo de los años definir a Duncan se hizo más y más difícil. Condensarle más allá de la victoria y el dominio, casi su status natural. Porque definir es mucho más complejo cuando el objeto rechaza por sí mismo ser definido. Sin embargo en el fondo todos aquellos que han paladeado a Duncan sobre un rectángulo entienden su significado. No hay mayor valor.
Quizás por eso su marcha, este adiós de un modo tan particular por su parte (e inequívoco con su forma de ser y actuar), hiera menos de lo que debiera. Porque todo sigue ahí, impertérrito, en una franquicia que representa lo que él siempre quiso, en un equipo cuyo baloncesto nace y muere a partir del conocimiento corporativo y la cultura colectiva, elementos que en silencio le rinden tributo. Todo está ahí, como el primer día.
A Tim Duncan no es posible retirarle, aunque él decida que su cuerpo, azotado durante años y exigiendo una dedicación sobrehumana ya el último lustro, no soporta el frenético ritmo del calendario. A Tim Duncan sólo fue posible disfrutarle y por extensión guardarle una profunda admiración por el fin de su obra, que siempre fue el mismo tanto en fondo (la victoria de todos es mi victoria) como en forma (ajena al exceso, incluso al de virtud). Más allá de gustos y preferencias, inalterable a la honestidad. Una especie de tributo al deporte.
El baloncesto quedó impregnado, hasta el alma y durante dos décadas, de la esencia de un jugador que nunca fue sólo tal. Uno que desde el inicio comenzó a sembrar una historia de un nivel que escapa a números y libros, que escapa incluso al consciente. De una que al final ha acabado compaginando la primera aproximación hacia su figura, el reconocimiento como uno de los más grandes de siempre, con el auténtico factor diferencial de su carrera. Haber liderado una utopía.
Un baloncesto sin época ni rostros, pues todas valen y todos sirven. Un baloncesto sin egos ni números, pues ni los primeros colman ni los segundos revelan la totalidad del mensaje. Un baloncesto sin focos ni urbes, sin flashes ni mudanzas. Un baloncesto del todo imposible en una época que anima siempre a lo contrario. Uno siempre ganador pero, aún por encima, uno siempre global, honesto y cuerdo.
Tim Duncan es un ideal. Siempre lo será.
Uno plasmado en una obra atemporal.