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Tracy McGrady, veinte años antes de tiempo. Por Gonzalo Vázquez

Tracy McGrady, veinte años antes de tiempo. Por Gonzalo Vázquez

Toda una generación que lo recuerda con el aprecio de las estrellas que el tiempo se llevó debería formularse el fascinante ejercicio de proyectarlo hoy día.

El adolescente Tracy McGrady pertenece a la primera fiebre de atajos directos del instituto a la NBA, una etapa en la que el talento lactante se entregaba al turbio padrinazgo de Sonny Vaccaro para suprimir fases intermedias y atrapar el negocio cuanto antes. Del vecindario a la escena profesional de la noche a la mañana sin hacer preguntas. Eso explica que cuando apenas llevaba dos meses en los Raptors el chaval no entendiera por qué seguía sentado, como si fuera invisible, sufriendo así un repentino desarraigo que lo llevó a dudar de todo, hasta de haber renunciado a la Universidad de Kentucky. El joven añoraba cuanto había conocido. Allí no era el jefe como en Mount Zion, tampoco estaban sus amigos, el clima en Toronto era opuesto al tropical de su Florida natal, perdían casi a diario, su concurso no importaba y su técnico Darrell Walker ni lo miraba. Confundido y solo, se encerró en su apartamento a dormir, hasta veinte horas en días libres para luego hundirse en el sofá a comer algo viendo la tele o jugando a la consola para matar el tiempo. Lo único que compensaba su soledad era el teléfono, cuya factura mensual no solía bajar de los mil quinientos dólares. 

A esas edades nada importa más que el contacto humano, y ante el vacío de las dudas se confía en cualquier palabra que suene cercana. Por eso su primera gran decepción la sufrió con Isiah Thomas, el hombre que habiéndolo adquirido sabía del disgusto del joven. Primero le dijo que contaba con él, luego acabó dimitiendo y no mucho después McGrady se enteró de que lo había ofrecido en el mercado. “En pocos meses pudo crecer ocho años –recordaba su compañero Walt Williams–. Aprendió pronto que aquí no hay mamás cerca”. Vendría en su ayuda el nuevo técnico, Butch Carter, dándole algo más de pista y confianza. Pero ninguna lo resucitó tanto como la llegada de Vince Carter, de cuyo parentesco lejano se había enterado por una casualidad dos veranos antes. En adelante estarían siempre juntos, y como se necesitaban el uno al otro ninguno se iba a quedar solo en su apartamento. Se hicieron tan inseparables que si ocupaban asientos separados en el autobús se llamaban por teléfono. En el vestuario los llamaban “siameses”. Pero bastó año y medio para que el joven McGrady, que públicamente declaraba lo contrario, deseara para sí la jerarquía de Carter. Así que tras caer ante los Knicks en la primera edición de postemporada en la historia del equipo, decidió que era momento de irse. 

Lo hizo con destino a Orlando, feliz por volver a su añorada Florida, coincidiendo además su llegada con la de Grant Hill. De entrada se unían dos grandes fuerzas, pero podía ser que McGrady agravara el escenario de vivir a la sombra de otro. Sin embargo, la realidad se encargó de frustrar la ilusionante pareja que habían soñado los Magic, su gran apuesta tras la era Penny-Shaq. Un calvario de lesiones apartaría a Hill en los siguientes cuatro años del ochenta y cinco por ciento de los partidos, propiciando de pronto en McGrady un entorno de monarquía absoluta. Así, su estallido en los Magic sigue siendo uno de los más imprevistos y portentosos en la NBA de este siglo. 

La rapidez del proceso vivido quedaría bien reflejada a través de las palabras de Doc Rivers. Primeramente el técnico se refirió a él como “una versión anotadora de Scottie Pippen”. Pero en cuanto la anotación se le fue de las manos tuvo que recular: “No, no, ya no puedo compararlo con nadie”. Y acertaba. Porque si una versión anotadora de Pippen no era suficiente, su altura de juego tenía forzosamente que traducirse en otra magnitud, también superior al Most Improved Player conquistado en su primer año, cuando atrapó el estrellato a lo bestia. De hecho, es en el McGrady de los Magic (2000-04) donde cabe detenerse dado que la perspectiva del tiempo contribuye a entenderlo mejor ahora que entonces. Por sintetizar, aquel jugador basaría su dominante fuerza ofensiva en tres principios diferenciales: tiro, primer paso y poder. 

Lo primero que asume en el nuevo escenario es el tiro, duplicando su volumen y despliegue en toda forma y rango. McGrady detonaba la suspensión en cualquier situación imaginable, ampliando de pronto su distancia al triple hasta alcanzar el Top 5 de la liga junto a especialistas como Allen, Stojakovic, Houston o Redd. Inflado por aquella nueva seguridad le era indiferente la proximidad de la defensa, a la que tan a menudo ni siquiera esperaba (en igual actitud a los deep threes de hoy). Esto explica que uno de sus contemporáneos, Kobe Bryant, que adoraba marcar a la estrella rival si pretendía hacerle sombra, asegurase que nadie le había puesto en más dificultades que Tracy McGrady.

Una apreciación que mantuvo siempre, situándolo por encima de jeroglíficos como Wade, James o Durant. El motivo asoma con claridad cuando su improvisación y rango provocaban en los grandes defensores, habituados a márgenes reconocibles, una desoladora impotencia quedando al descubierto sus límites. “En el apogeo de aquel talento en bruto –reseñaba el cronista Fran Blinebury– McGrady presentaría más recursos que nadie”. De ellos se sirvió para liderar la anotación NBA siendo el más joven desde los lejanos días de Bob McAdoo y el primero desde Jordan en superar la frontera de los 32 puntos por partido, haciéndolo cuando el ritmo de juego y volumen de posesiones tocaban mínimos históricos. Su eficiencia ofensiva en 2003 sería la más alta desde Chamberlain junto a Jordan, Shaq y Robinson. En aquellas dos temporadas era impensable desbancarlo como alero titular del equipo ideal de la NBA.

En relación al segundo factor, puede que la condición letal de su primer paso no haya sido aún hoy igualada. Mientras respondía a la destreza del first strike, de actuar primero, de imponer su endiablada velocidad, ocurría que en un esquema de juego necesariamente estático, con una mayoría de jugadores aguardando la solución de un bloqueo, nadie abrió más diferencia en las rupturas por movimiento. Aquella relación entre mente y realidad hizo repetir a muchos testigos cualificados la idea de que McGrady bailaba en pista a placer. “No hay nada –lapidaría el técnico Larry Brown– que no pueda hacer”. En sus arrancadas era difícil discernir el cambio de ritmo y dirección porque todo en su bote bajo parecía serlo, hasta disparar una ventaja al paso que neutralizaba al defensor y a cuantos vinieran por delante. Tracy McGrady decidía entonces si levantar la suspensión o penetrar al mate. Porque a sus cualidades técnicas incorporaba un atletismo de élite, prodigando algunas de las mejores embestidas al hierro de toda una época, como ya había preludiado en el inolvidable concurso del año 2000.

La unión de ambos factores, destreza técnica y físico superdotado, explica de sobra su apabullante poder. La imagen era la de un tipo diez veces mejor que cuanto hubiera en pista, como el único capaz de acelerar las cosas. Un escolta en el cuerpo de un alero futurista, estilizado y cortante, de una longitud anatómica muy superior a Jordan. Se ha tendido a olvidar en Tracy McGrady su fina capacidad de pase –durante ocho temporadas su promedio acumulado no descendió de las cinco asistencias–, de manera que el equipo rodaba con frecuencia a su través convirtiéndole en un point forward sin conciencia de serlo. Una facultad que hoy habría duplicado. Por eso su realidad entonces invita a formular la cuestión más apasionante de todas y que reflejó bien Brian Windhorst: “Fue un jugador por delante de su tiempo, un alero capaz de anotar y dirigir el juego, un ejemplar entre el mate y el triple”. Aquella clarividencia en espacios cerrados y su libertad para dictar con balón rompían la tradición posicional cuando aún se resistía. “McGrady fue diseñado en su totalidad –escribía Amin Elhassan– para el baloncesto sin posiciones del juego moderno”. Puede que entre todas sus desdichas ninguna mayor que presentarse antes de tiempo, en un tiempo en que el juego y los entrenadores habrían optimizado sus recursos, convirtiendo toda aquella batería de long-twos en triples con que inflar aún más su producción anotadora. Si McGrady resultó letal sin apenas espacios queda a la imaginación concebirlo por las avenidas abiertas de hoy.

Nunca cabrá olvidar que aquella cumbre de rendimiento se produjo entre los 21 y los 24 años. Como tampoco que su inclinación natural al sueño –en la sala de vídeo caía dormido en cuanto apagaban las luces– le hacía a menudo despertar poco antes del partido y no fallar a la cuota de treinta o cuarenta puntos. Más que lo anecdótico de ganarse así el apodo de Big Sleep, era la prueba de un talento natural superlativo. 

No obstante el reverso de su brillo sería otro. En términos de competición fue allí, en Orlando, donde comienza a gestar su maldición en postemporada. Tres ediciones seguidas cayendo en el estreno. Las más célebre y de la que nunca podría sacudirse tuvo lugar en 2003. Después de adelantarse los Magic 1-3 promediando 36.2 puntos y declarar que la serie había terminado los Pistons se lo cobraron remontando hasta la sentencia (4-3). 

Aquella caída supuso algo más que una derrota, como una herida imposible ya de cerrar, siendo la temporada siguiente un desastre colectivo. Con la dificultad de las despedidas forzadas T-Mac salió mal de los Magic por fricciones con el nuevo mánager general, John Weisbrod, a quien se le ocurrió decir que no era su tipo de jugador. Antes de salir dejaría, eso sí, su exceso más memorable haciendo 62 puntos a los Wizards de Arenas. Acompañado por Tyronn Lue, DeShawn Stevenson, Juwan Howard y Andrew DeClerq, aquello no fue más que una demostración de poder. Los analistas nunca condenaron la unión de Hill y Tracy McGrady, frustrada por la trágica ausencia del primero. Lo hicieron con la asfixia económica de sus contratos haciendo imposible la presencia de un gran hombre interior y forzando así la obesa anomalía de aquel one-man-show. McGrady lo explicó con claridad: “No es lo que quisiera hacer, sino la necesidad para que mi equipo sobreviva en los partidos”. Cinco días antes de salir con destino a Houston, los Magic se hacían vía draft con aquel soñado interior en la figura de Dwight Howard.

Mediada la década Tracy McGrady era una de las grandes estrellas de la NBA, de las que se bastan para situar una época. Su agente, Arn Tellem, llevaba tiempo optimizando además su mercado a través de Adidas y una serie de zapatillas a su nombre. Dentro del vestuario era un tipo fácil y amistoso. Le gustaba la camaradería, los viajes en avión y disfrutaba como un crío los trayectos en autobús. Pero la vanidad del dinero también le acabó picando. Fue el primer jugador en adquirir un avión privado, tomarlo aparte cuando le venía en gana y rechazar a menudo los hoteles dispuestos por el equipo, alojándose en el más lujoso de cada ciudad. Luego lo compensaba invitando al resto de compañeros a suntuosas cenas. 

Esa autoestima le condujo a reclamar un desorbitado contrato de 109 millones al poco de llegar a los Rockets, que accedieron a pagarle poco más de la mitad. Aún en esplendor la extraña unión con Yao Ming, de una desconcertante fragilidad, y el mando de un huraño ofensivo como era Jeff Van Gundy, procuraron un equipo competitivo, mucho más inteligente que la estructura de los Magic, como más tarde también lo sería bajo Rick Adelman, junto a Battier, Scola o Mutombo, pero nunca lo suficiente para superar la primera ronda. De hecho, la ironía iba a ser tan cruel que solo avanzaron cuando McGrady estuvo apartado desde febrero por una operación en su rodilla izquierda. A la larga, carecer de un historial digno en playoffs, donde siempre aumentó sus prestaciones –un valor que apenas se recuerda–, pudo decir más de sus compañeros y entorno que de sí mismo. Jack McCallum lo definió con crueldad: “Es el mejor jugador entre los que nunca hayan superado la primera ronda”. Durante aquel lustro en el Oeste, equipos como Spurs, Mavericks o Lakers eran simplemente más poderosos. 

Símbolo a perpetuidad de sus poderes sería una gesta, recién llegado a los Rockets, que concentra como un highlight su seguridad y fortalezas, la increíble amenaza de sus manos. Aquellos 13 puntos en 33.3 segundos para remontar un partido a los Spurs, la mejor defensa de la liga, han pasado a la historia como uno de los finales más imposibles nunca vistos. Van Gundy, con el que las tendría tiesas, lo sintetizó con justicia: “No me podéis decir que no es uno de los atletas más especiales y únicos que hayan jugado a esto”. Solo que el palmarés, la medida de todas las cosas, ignora por definición cuanto quede bajo la superficie. 

Tracy McGrady: LESIONES Y RESTOS

Conviene hacer una dolorosa lectura de una parte muy silenciada en su vida deportiva. Durante los años de su explosión, con especial incidencia en Orlando, toda su biomecánica fue un lento y gradual suicidio. El pasado verano, fruto de los meses de suspensión, el analista Mike Prada daba fin a un extenso trabajo –“Software without hardware”– en el que precisaba el devastador volumen de acciones de McGrady perjudiciales para su cuerpo. Al extremo de concluir que sus lesiones fueron autoinfligidas. 

La carrera de McGrady pertenece al último tramo histórico anterior a la prevención actual, al quirúrgico cuidado del que gozan las nuevas estrellas por la vanguardia clínica. Las lesiones son inevitables, pero una mayor educación biomecánica en tiempo real con arreglo al despliegue de cada jugador contribuye a reducirlas. A McGrady nadie le avisó de lo que estaba haciendo. Se daba en su caso el doble agravante de padecer escoliosis de nacimiento y pies planos. Nunca tuvo el debido cuidado de ello, dejando a su talento que actuara por sí mismo y contra toda prevención. De sus altísimas suspensiones McGrady caía a menudo en vertical a una sola pierna, que absorbía así cuatro veces el peso de su cuerpo. Esa pierna era además la de batida, la izquierda, en la que sufrió su más seria intervención a partir de la cual ya nunca pudo volver a ser el mismo. Esa rodilla asesinó su velocidad, como las dolencias lumbares que consiguió inhibir hasta que, al igual que Pippen, ya no pudo. 

Tracy McGrady tuvo que asumir su bajo umbral al dolor cuando el dolor finalmente sobrevino, hasta desarrollar en Houston una fobia a las consecuencias de lo que hasta entonces había hecho. “Las lesiones le daban miedo –recordaba Zach Lowe–, haciéndolo así más vulnerable”. Irónicamente su dorsal con el número 1 se debía a un personal tributo a Penny Hardaway, otro genial talento apagado por las traiciones del cuerpo. Antes de la severa operación de febrero de 2009 McGrady ya recibía frecuentes inyecciones de drenaje en hombros y rodillas, así como toda suerte de analgésicos para mitigar el dolor. Transcurrida una larga rehabilitación la cabeza dictaba una cosa pero el cuerpo otra, haciendo recordar a sus trainers que nunca fue un ejemplo de ética de trabajo. 

Toda aquella última etapa, donde recordar a un jugador de otra fisonomía y peso, es ya de muy escaso valor. Una travesía por equipos como Knicks, Pistons y Hawks, antes de emigrar a la bien pagada liga china y promediar 25 puntos en un equipo, Qingdao Eagles, que terminó último en la competición. Su veto a ganar se ensañaría con él hasta los últimos días como jugador, como parte y sombra de los majestuosos Spurs, dándole Popovich una limosna de pista en los dos primeros duelos ante Miami para poder retirarse habiendo pisado al menos unas series finales. Para entonces, junio de 2013, hacía mucho que de Tracy McGrady solo quedaba el nombre.

Al cabo sería autor de su propio epitafio, con palabras que justificaban de manera ingenua pero no fingida su biografía deportiva. Lo hizo respondiendo a la cantinela de haber sido un jugador sin anillos ni gloria. “Tienes que tener un gran equipo y algo de suerte para conseguirlo –se defendía–. Por desgracia no fui bendecido con ello. Puede que en el fondo cualquiera pueda ganar un anillo, pero cualquiera no puede ingresar en el Salón de la Fama”. Es un digno orgullo que conservar el resto de su vida. Solo que viendo el baloncesto de hoy debería añadir uno más, porque como recogía Prada en su pieza, enseñó a otros cómo ganar jugando como Tracy McGrady lo hizo, pero mucho tiempo antes y sin poder hacerlo él. 

 


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