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Lo visceral en Russell Westbrook: hitos y carácter de un obseso

Lo visceral en Russell Westbrook: hitos y carácter de un obseso

Contaba hace unos meses Kirk Goldsberry, con gran acierto, que la temporada de Russell Westbrook en los Washington representaba, a la vez, una gigantesca muestra de despliegue estadístico, de un volumen obsceno…

Westbrook

Fuente: Kirk Goldsberry (ESPN)

Junto a otra cara, bien distinta, que expone su inequívoca ineficiencia en el lanzamiento en suspensión. Los dos polos de un jugador que despierta incesantemente sensaciones contrarias.

Westbrook

Fuente: Kirk Goldsberry (ESPN)

Westbrook cerró la cuarta temporada de su carrera promediando un triple-doble (solo había un antecedente, logrado por Oscar Robertson en el año 1962) y superó la marca histórica de partidos con triple-doble (181 de Robertson, que parecían inaccesibles hasta la irrupción del propio Westbrook), Westbrook vuelve a acaparar miradas y titulares.

Amado u odiado, el gran devorador estadístico de los últimos siete años en la NBA es, en el fondo, un jugador poco entendido. Porque en plena época del ‘load management’, el descanso, la regulación y el jugar con el freno pisado, Westbrook siempre ha sido un adicto a lo contrario. A jugar cada minuto, de cada noche, como si fuera el último.

Profundizamos en un carácter especial, obsesionado con competir en base a una traumática experiencia que, como adolescente, le marcó de por vida.

Artículo publicado el 21 de mayo

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El espíritu caníbal del que compite pudo encontrar en Jordan su molde perfecto para abrir el período moderno. El eslabón individual que engrandecía a la par que tiranizaba lo colectivo. Y esa misma inquietud halló después, en lo indomable en Bryant, el idóneo paradigma del aprendiz. “Nunca me asustó preguntar ni reconocer las cosas que no sé, siempre quiero aprender” –reconocería muchas veces Kobe-. Jamás dejó de hacer lo primero, de ningún modo detuvo lo segundo.

Ajenos a niveles o rendimientos, esa conexión sensitiva con el juego, la concepción de que todo parte del desmedido deseo propio, asemeja igualmente a Russell Westbrook con Bryant, como lo hizo antes al propio Bryant con Jordan. El carácter predador del que abrasa todo límite convierte a Russell en un elemento imprescindible. Y a lo innato en él, ese instinto, en el factor diferencial de su perfil.

Por eso con Russell lo capital no es tanto revelar su fuego, visible e incluso tangible, como el origen de esa fuerza, tan invisible como real. Buscar la esencia de Westbrook. El germen del prodigio.

Y para eso hay que viajar dieciséis años atrás.

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[11 de mayo de 2004, Los Angeles Southwest College.

Todo apuntaba a una noche más. Nunca lo fue]

Su fama le precedía pero todos confesaban después que jamás le habían visto jugar a ese nivel. Dominaba a su antojo, asombraba como nunca antes. Todo parecía en esencia perfecto hasta que la propia perfección acudió cruelmente a recordar su carácter efímero. Porque súbitamente su joven cuerpo se derrumbó.

Entonces el silencio exhibió la más perversa de sus caras y se apoderó de aquel gimnasio. Implacable sembró de pánico el momento, congeló la respiración de todo humano allí presente. El baloncesto cedió raudo su protagonismo a lo más básico, lo esencial. Porque entonces todo pasó a ser secundario, todo salvo una cosa.

La vida.

Khelcey yacía inconsciente en el suelo, víctima de un ataque al corazón. Todos le rodeaban, nadie daba crédito. No había respuesta. La tragedia merodeaba las miradas de aquellos muchachos, impotentes ante una situación para la que nunca nadie está preparado. Para la que no existe guión. Pasaron unos minutos, horas parecieron, hasta que Khelcey recobró constantes vitales. Incluso logró, con ayuda, sentarse en el banquillo (LA Times, 2004). El pavor parecía abandonar por fin ese rincón californiano, poco a poco los pulsos desaceleraban pese a la aún indescriptible sensación de angustia que allí reinaba.

Pero una vez con la calma ya en el horizonte, dispuesta a restablecer la normalidad, llegó el segundo mazazo. Uno definitivo.

Porque trasladado al Centinela Hospital Medical Center (Inglewood), un minuto antes de las seis los médicos confirmaron el final, a los dieciséis años, de la aventura vital de Khelcey Barrs III. Aquel martes, mientras dedicada su tiempo a la relación amorosa de su vida, la que unía aro y balón, su corazón dijo basta. Y ese día todo cambió.

La noticia corrió como la pólvora. Dorell Wight preparaba su salto a la NBA, pero había sido compañero de Barrs en Leuzinger High School. Cuando le contaron lo sucedido no lo creyó. Pura fase de negación. De hecho apenas dos días antes había hablado con Khelcey, su “hermano pequeño” –como él siempre apuntó-, sobre dejarle unas zapatillas para jugar. Quedó destrozado.

La desolación encontró innumerables formas, múltiples rostros, tiñó de negro la zona y apagó las calles, a las que el baloncesto solía dar vida. Pero pocos focos encontró la tortura como aquel chico de quince años que vivía en la calle de enfrente. Pocos, muy pocos como Russell. Con él apuntó tanto y tan fuerte que aún hoy perdura el trauma. Uno que ya será de por vida.

En la pequeña Lawndale (South Bay, Los Angeles) las horas de Khelcey Barrs III y Russell Westbrook corrían de la mano, siempre estaban juntos. Simplemente cruzar la calle permitía el encuentro con el compañero de confidencias. Su conexión, en plena adolescencia, les hacía inseparables. El baloncesto y los sueños, ambos interconectados, llenaban su existencia. “Era mi mejor amigo. Su muerte me hizo pensar sobre la vida, sobre cómo cada vez que esté sobre una cancha tengo que darlo todo, porque nunca sabes qué te deparará el futuro” (ESPN, 2010). Con quince años, quedó allí plantada la semilla del alien. Una que germinaría tiempo después.

Barrs y Westbrook tenían intención de jugar juntos todo el tiempo que fuese posible. Pero no únicamente en su Instituto, donde ya lo hacían al servicio de Reggie Morris. También había planes de ir más allá, compartir Universidad para incluso dar después juntos el salto a la NBA. El proyecto de experiencia común era total. Con sólo dieciséis años, Barrs ya había sido puesto en cartera de Ben Howland, técnico de UCLA, el destino soñado por los dos amigos. Khelcey era un diamante en bruto. Sus 198 centímetros y su facilidad para jugar por encima del aro le auguraban un futuro esplendoroso. Westbrook, por el contrario, acaparaba mucha menor atención.

El motivo en el fondo era simple. Parecía un molde más terrenal. Y de hecho lo era.

Hasta aquel mes de mayo.

Porque aquellos días el bofetón del destino, toda la penuria sentimental aglutinada de repente, convirtió al niño en hombre. Y ese hombre, a su vez, notó cómo su mente se abría en canal inoculando un planteamiento imparable y eterno. Con dosis infinitas de trabajo y deseo, todo sería posible. Todo.

Westbrook pasó a entrenar como si le fuese la vida en ello. Porque realmente así parecía ser. Tenía demasiado por mostrar. Lo propio y lo de Khelcey. Evolucionó física y técnicamente de un modo obsesivo, rozando lo demente. Sin mediar razón alguna.

Contaba su padre y reflejaba Arash Markazi (2010) que el deseo era tan inhumano que incluso un día de Navidad, entrada la noche y camino ya de casa después de asistir a la iglesia, su hijo le sugirió que quería ir a la cancha. “Papá, vamos a tirar. Eso fue lo que me dijo. Eso es todo lo que quería hacer. Aquella autoxigencia acabó llamando la atención del propio Howland en UCLA, el mismo que meses antes se había fijado en su amigo. Pero ni mucho menos en él.

“Creo que en cierto modo también juego por Khelcey” -reconocía Westbrook-. “Siempre pienso en él, en su familia”. Motivado por el sueño compartido con su amigo, Westbrook eligió UCLA. Conociéndole, no era concebible escoger otro sitio. El primer año de Westbrook en la Universidad (2006-07) no resultó sencillo. El colectivo era potente, alcanzó la Final Four, pero él apenas tuvo impacto en la rotación, en la que partía como suplente de Darren Collison. Los minutos fueron pocos, el rol muy limitado.

Sin embargo Howland ya atisbaba en su pupilo algo feroz en erupción. “Practicaba alrededor de 700 tiros al día. No paraba” –admitía -. El embrión competitivo sugería incluso entonces una bestia que más tarde resultaría imposible reprimir. “Su capacidad para mejorar era increíble” –apuntaba el técnico-.

Bastarían unos meses para comprobarlo.

Porque el curso siguiente, una lesión de Darren Collison sirvió como guiño del destino al entonces sophomore Westbrook. Le ofreció la titularidad y galones en un equipo que conservaba candidatura a nivel nacional, en parte porque ese verano había sumado al programa a uno de los proyectos más vertiginosos del país. Un ala-pívot, californiano pero procedente de Oregon, llamado Kevin Love. A través de la oportunidad Westbrook encontró su espacio y comenzó a producir. UCLA alcanzó de nuevo la Final Four, un hueco entre los cuatro mejores equipos del país, pero ya con Russ como factor de peso colectivo.

Al igual que el año anterior, los Bruins no pudieron pasar de semifinales. Fue Memphis, con Derrick Rose y Chris Douglas-Roberts como referencias (anotaron 53 de los 78 puntos de su equipo aquel duelo), quien apartó a los californianos del sueño de triunfar en el ‘Gran Baile’. Pero aquel partido, que significaría su última noche NCAA, Westbrook se fue hasta los 22 puntos. Tope de su equipo.

Fue su último encuentro universitario. Pero el alien ya había nacido.

Una realidad paralela

Todo lo sucesivo en Westbrook, desde su irrupción en la NBA hasta la consolidación de su perfil como uno de los más devastadores del planeta, se ha desarrollado manteniendo intacta la esencia que le llevó a considerar la tragedia de Barrs como un punto de inflexión vital. Porque así lo sentía.

Al completo lo visto encuentra su origen en una mente entregada a una causa que expone al mundo su filosofía a través de dos sencillas pulseras que pueblan sus muñecas. Como si lo simple fuese capaz de abrazar toda la complejidad de una persona. Una con el lema Why not? [¿Por qué no?] y otra con las siglas ‘KB3’ [siglas de su amigo fallecido]. Dos detalles que siempre van con él. Porque en esencia definen lo que es.

Ambos significados, unidos, revelan fielmente lo que Westbrook representa. Un corazón titánico en permanente búsqueda de lo imposible. Porque Westbrook es él mismo hasta la última consecuencia. Alérgico a la calma, adicto a lo vertical y poseedor en sus entrañas de una absoluta ausencia de límites que abruma incluso imaginar.

Y en realidad su caso es muy simple.

Su perfil genera recelo, lo potencia hasta lo dramático, por el sencillo ejercicio que en el fondo propone. Porque para entender a Westbrook, para disfrutar de toda la experiencia que transmite al pisar un porqué, previamente resulta imprescindible aliviar el cerebro de toda carga de prejuicio. No olvidar sino estar dispuesto a descubrir.

A la vista queda el desafío que expone algo tan simple en un escenario tan complejo. Porque resulta imposible resguardarse en un rincón del planeta, aunque solo fuera uno, en el que no se pretenda reducir a Westbrook a la pura dicotomía de ángel o demonio, que priva al protagonista de todo su significado. Que reduce a la ínfima parte la riqueza de lo que representa.

Si con él no se encuentra patrón fiable, flirteo con la tradición, no es por la incapacidad de buscarlo sino porque es él mismo el que representa uno propio. Sus luces y sombras son imposibles de ocultar, la sobredosis de adrenalina que plantea no busca ser entendida desde un punto de vista racional. Porque no lo tiene.

Westbrook es energía. Y como tal requiere mostrarse.

Por eso una vez en cancha no entiende de reservas, de descansos, de matices. Su versión es íntegra siempre. “Sólo trato de salir ahí y competir”. Con él todo va englobado en ese mensaje. Todo se reduce a lo visceral, la permanente explosión de su potencial sin atender a contextos. No pensar en mañana si eso supone mínimamente desperdiciar hoy. De ahí que él no sea un número, una estadística, un acierto, un error. Y que posiblemente no lo vaya a ser nunca. Porque reducir a Westbrook a una tabla de dígitos, hacerlo mortal, sería encerrar al genio en la lámpara. No habría entonces modo real de comprobar su parte más fascinante, la verdaderamente diferencial.

La acción.

Una de las esferas que convierten a Westbrook en especial es la negación de todo límite.“Así es cómo pienso. Así es cómo juego y me planteo las cosas. Le digo ¿por qué no? a todo”. No esconde esa actitud vital, que circula en su ADN, más que un elemento en su caso. Al final uno esencial. Westbrook no cree en imposibles. No los concibe como tal sino que adoptan siempre forma de desafío que alimentan su deseo.

Como una permanente cadena de producción de sueños por cumplir. Barreras que destruir. Es justo esa la toma de corriente para su electricidad. Su energía.

El nexo entre genética y conciencia ha engendrado un perfil tan alejado de lo convencional que bien merece ser considerado como tal. Sin temores, frustraciones ni prejuicios. Porque para entender al completo lo que Russell Westbrook significa resulta esencial bucear en todo aquello que contribuyó decisivamente a formar la persona primero y el jugador después. Westbrook nunca dijo no a lo que es. A lo que fue su amigo.

Por eso con él lo valioso no es tratar de entenderlo. No hay razón. Es simplemente poder disfrutarlo.


 

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