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Homenaje a Nowitzki: ‘Una cima llamada Dirk’, por Andrés Monje

Homenaje a Nowitzki: ‘Una cima llamada Dirk’, por Andrés Monje

Recuperamos el reportaje publicado en el número 1.484 de la revista Gigantes del Basket (may-2019) sobre Dirk Nowitzki.

Más de dos décadas después de su aterrizaje, el europeo de mayor impacto en la historia de la NBA pone fin a su carrera. Se necesitarán varias más para comprender, por completo, el verdadero alcance de su legado 

Schweinfurt (Alemania), 1994. Al término de un encuentro de categorías inferiores, el veterano exjugador Holger Geschwindner, olímpico en 1972 (llegó a competir ante la España de Luyk, Brabender o Buscató), se acerca a un joven rubio, de buena planta, como aquel que contempla por primera vez un diamante. Hechizado por su brillo.

– Perdona, quería felicitarte por el partido. Tienes muchísimo talento. Me gustaría saber quién te entrena. ¿Con quién trabajas tu juego?

El chico, nacido en Wurzburg, a una media hora de allí, quedó perplejo. Primero por la situación, segundo porque no se veía a sí mismo con tales condiciones. Sería, eso sí, la última vez que lo hiciese. Porque desde aquel día Holger Geschwindner se puso a trabajar con aquel adolescente, llamado Dirk Nowitzki. El punto de inflexión estaba servido.

El ojo clínico del veterano alemán no había fallado. Las posibilidades de Nowitzki eran fascinantes, diferentes a todo aquello que podía conocerse. Y por tanto distinto debía ser el modo de pulirlas. Bastará un solo ejemplo para entenderlo.

Puliendo un diamante

En una ocasión, durante una sesión de trabajo, Geschwindner llevó por sorpresa a un amigo suyo, Ernie, con un saxofón. Le invitó a entrar en el rectángulo y le dijo que comenzase a tocar, antes de pedir a Dirk que tratase de entrenar ajustando sus movimientos al ritmo de la música. De primeras el joven se reía, atónito. No entendía nada. Pero aquello tenía su lógica.

«No quiero que veas el baloncesto como una secuencia programada de movimientos. Porque no lo es», comentó el maestro. «Al principio no entendí la causa, luego sí. Comprendí que el baloncesto es como un baile», reconocía el pupilo. La progresión iba a estar tan milimétricamente cuidada que Geschwindner no quería a enseñar a automatizar un recurso sino a alcanzar la comprensión de por qué usar ese y no otro. No buscaba darle el pescado sino enseñarle a pescar.

En realidad el mentor no pretendía solo enseñar cómo jugar mejor al baloncesto, sí hacer entender que muchas otras artes, sobre todo rítmicas, también tienen su efecto sobre él. Por eso despertar el interés por la música y la lectura fueron parte del proceso.

La metodología de Geschwindner caló en el joven y su progresión se aceleró. Pese a su gran tamaño, Nowitzki estaba siendo entrenado como un jugador perimetral. Pese al poder que podía desarrollar en la zona, lo que hizo Geschwindner fue generar desde el tiro un recurso que convirtiese al de Wurzburg en algo atómico actuando de cara al aro.

Asimismo, la pasión por la física del maestro le llevó al estudio de la parábola del lanzamiento, hasta el punto de que, ayudado por un programa de ordenador, concretó en 60 grados su trayectoria ideal para convertir tiros en suspensión. La mecánica de Dirk se adaptó al modelo, para que después la perfecta e insaciable repetición cristalizase en una de las mayores fuerzas que ha conocido el baloncesto.

La luz que abrió las puertas

Los métodos de Geschwindner se dejaron notar también al otro lado del Atlántico. Uno de sus primeros compañeros en Dallas, Michael Finley, no daba crédito ante la relación entre ambos. «Era como estar viendo a un científico loco con su Frankenstein», revelaba. Más allá de la broma, el fin del mentor era no detener nunca no solo su aprendizaje sino, lo esencial, su deseo de aprender.

«Debes pasar por experiencias tanto dentro como fuera de la pista. Cometer errores y tomar malas decisiones para aprender de ello. Si me preguntas si cambiaría algo de mi carrera, mi respuesta sería que no lo haría. Siempre he querido aprender y mejorar. Me veo a mí mismo como un estudiante permanente. Siempre con los ojos abiertos y dispuesto a escuchar», reflexionaba Dirk.

Nowitzki tardó poco en despegar. Tras un primer año complejo, lo esperado para un europeo que recalaba en la NBA a finales del siglo XX, un contexto de mucho mayor recelo a lo ajeno, desde el segundo en los Mavericks se dieron cuenta de que aquel jugador no era uno más. Asombrosamente coordinado para ser un siete pies (2.13 metros), cultivado en el juego del bote y del pase, con un lanzamiento que disparaba las posibilidades en lo ofensivo. Era cuestión de tiempo, aplicado a su cuerpo y el entendimiento de aquel nuevo contexto, que aquel todavía proyecto se convirtiese en dinamita.

Ni siquiera hubo que esperar demasiado

El alemán entró en uno de los tres mejores quintetos de la temporada durante su tercer año en la Liga (2001). No abandonó esos honores hasta doce después, encadenando una subida y consolidación a la superélite NBA sin precedentes para un jugador nacido en Europa. De forma natural Nowitzki pasó a ser líder de su franquicia y uno de los jugadores más dominantes del planeta.

No existe mayor síntoma de virtud que tratar de normalizar lo extraordinario. Y tal fue el impacto y éxito con Nowitzki que se generó un masivo interés del universo NBA por la captación del talento fuera de sus fronteras. En Europa, concretamente, fue una fiebre. Todo el mundo quería hacerse con el nuevo hombre grande y talentoso. En otras palabras, todos soñaban con el nuevo Dirk. Como si lo suyo representase un molde al por mayor y no un fenómeno particular.

El asentamiento de Nowitzki como estrella global, en una era en la que aún se exponían pinturas con dos interiores y la figura del cuatro vivía una fase de esplendor (Duncan, Garnett o Webber, en su misma Conferencia), comenzó a marcar los trazos del nuevo baloncesto.

Porque cuando a mediados de la pasada década Mike D’Antoni y Steve Nash detonaron el orden establecido y mostraron un estilo que comenzaría a romper con la rigidez previa, con la anestesia defensiva que dominó aquel primer lustro del siglo, Nowitzki integró ese cambio de modo pleno.

No solo por lo anecdótico (se convirtió, en 2006, en el primer jugador interior que ganó el concurso de triples de la NBA) sino por cómo su impacto a nivel de espacio, gracias a su lanzamiento exterior e inteligencia para aprovechar cualquier mismatch (desequilibrios defensivos motivados por una clara ventaja del atacante ante su par), sirvió como base para lo que estaría por llegar.

Nowitzki no fue el primer cuatro abierto que conoció la NBA. Pero sí uno de los que más y mejor perfeccionaron ese arte en un momento además clave para el devenir del propio juego, la antesala a la versatilidad total (jugadores con capacidades físicas y técnicas que van más allá de posiciones concretas) y la fiebre del triple (undécimo jugador con más triples anotados de la historia y primer interior en la lista).

Su evolución en la lectura del juego, que transformó a la máquina de anotar (inolvidable su lanzamiento cayendo hacia atrás y sobre una pierna) en una de generar ventajas a todos los niveles, hizo de Nowitzki, de forma definitiva, uno de los jugadores más indefendibles que haya visto el baloncesto. Nada lo ilustró mejor que su pico de nivel en las Finales de 2011, en las que Dallas conquistó el campeonato batiendo a los Heat del recién formado ‘Big Three’ (James, Wade y Bosh). Durante aquellas semanas de fase final, hace ocho años, Nowitzki fue, tal y como reconocería el propio Pat Riley (arquitecto de los Heat), el jugador más desequilibrante del mundo.

En los actuales tiempos de globalización, donde la figura del europeo ha dejado de fruncir el ceño en Estados Unidos y se ve, de hecho, como la savia nueva que proyecte aún más el Olimpo del baloncesto, Nowitzki podría haber parecido uno más. La realidad muestra sin embargo que lo suyo va más allá, como punto vertebral para generar un movimiento lo suficientemente potente como para alterar el rumbo del futuro, abriendo a los demás las puertas de par en par. Dirk no fue el primero en llegar, sí en generar una reflexión consecuencia de hasta dónde había llegado.

Por eso la marca de Nowitzki en el juego no se reduce a su monstruoso nivel, tampoco a sus hitos individuales o palmarés. Su mayor logro ha sido coronar la cima del mundo para hacer entender, a unos y otros, que el futuro pasaba por el aperturismo y la diversidad. Así, en una era en la que Giannis Antetokounmpo o Nikola Jokic bien buscan tomar el relevo, conviene recordar quién fue el primer europeo que ascendió a territorios desconocidos y qué punto de inflexión generó su impacto.

Cultura de equipo

El valor de Nowitzki, no obstante, ni siquiera se limita a lo visto en pista. Por abrumador que sea. Haber permanecido 21 años en la misma franquicia supone un dato que más allá de lo evidente (ningún otro jugador alcanza esa cifra) revela un compromiso total con un entorno que, dentro y fuera de la pista, ha convertido en su hogar.

La relación de Nowitzki con los Mavs trasciende a esas más de dos décadas defendiendo su camiseta. Y lo hace porque durante ese tiempo ha dejado innumerables detalles que revelan lo decisivo que es unir lo deportivo con lo emocional. De entre todos ellos, tres sintetizan su legado.

En primer lugar, su liderazgo. Construido durante años, grabado a fuego para transformar a aquel joven inseguro en un capitán firme. Su forma de liderar, extremadamente horizontal, propia del ejemplo vertido en San Antonio durante su misma era, provocó que todos se sintieran importantes en un escenario que, al mismo tiempo, todos sabían que dominaba él.

En segundo lugar, su flexibilidad y empatía. Porque cuando Dallas tuvo que reorganizar su estructura o simplemente buscar el anhelado salto cualitativo a través de fichajes, el primero en predicar con el ejemplo fue él. Nowitzki ha renunciado a casi 200 millones de dólares en contratos durante su carrera, según revelaba hace ya dos años un estudio del Business Insider. Cuando los Mavs se veían más asfixiados en lo salarial, su líder rebajaba su nómina para facilitar el escenario.

Y en tercero, por asumir su papel como el de uno más. Por no olvidar que, pese a su nivel, lo importante era el colectivo. Nowitzki coexistió con grandes jugadores, de forma sencilla. Lideró cuando tocó, con especial énfasis a la fase de superación del (posiblemente) momento más duro de la historia de la franquicia (perder las Finales de 2006, que dominaban 2-0) hasta alcanzar el título en 2011.

Y también supo dar un paso a un lado cuando su físico dejó de estar acorde a su talento técnico e inteligencia. Cuando su técnico, Rick Carlisle, consideró que su rol debía reducirse y transformarse, su predisposición y aceptación fue inmediata. El ego a un lado, el equipo por encima. Su manera de integrar a Luka Doncic, su última demostración.

Nowitzki se marcha. Su recuerdo permanece. Y el efecto de lo logrado existirá ya de por vida.

 

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