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Fernando Martín, un carácter contemporáneo. Por Antoni Daimiel

Fernando Martín, un carácter contemporáneo. Por Antoni Daimiel

Así era Fernando Martín, primer español NBA, según Daimiel: "Era a la vez Christopher Reeves, Clark Kent y Superman".

Fernando Martín era, sobre todo, una fuerza natural de raíz fuerte y savia espesa, un discípulo aventajado de Apolo, un Hércules con una epopeya preescrita a su alrededor. Un fuera de serie por razones obvias desde que comenzó a reunirse con presuntos iguales, con primos, vecinos o compañeros de escuela. Fernando Martín fue a la vez el escultor y el mármol. Se esculpió a sí mismo a partir de una interpretación inteligente de lo que el juego de su época demandaba. Fue dando los martillazos exactos para convertirse en el titánico Moisés de Miguel Ángel y daba la impresión de que el culto a su cuerpo, a su salud y a su excelencia lo cultivaba sobre todo por satisfacción propia. Lo único inalterable era su altura, pero a partir de ahí encontró la veta de la fuerza y la inteligencia encendida por su vena competitiva como los elementos que podían equilibrar el déficit de centímetros frente a los grandes rivales de su generación.

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El pívot madrileño fue el primer deportista español en tres dimensiones. No se conformó con considerarse a sí mismo como uno de los mejores, ni que sus compañeros compartieran la opinión, Fernando descubrió la necesidad de que la gente que pagaba una entrada para ver sus partidos también le considerase el mejor; por ese motivo condujo su vena mediática y publicitaria a ámbitos desconocidos hasta entonces en España. Fue uno de los pioneros en darse cuenta de la vertiente y la corriente social que puede generar un deportista de élite. Aunó tres vectores que en contadas ocasiones coinciden: persona, personaje y personalidad. Fernando Martín fue a la vez Christopher Reeves, Clark Kent y Superman. Jugó con esos tres papeles y los utilizó a su conveniencia según el momento. Su carácter fue otro de sus imanes; Fernando Martín, como su tocayo Fernán Gómez, desplegó algunas trazas de soberbia, antipatía, rechazo a la prensa y mala leche que sirvieron para hacerle aún más atractivo de cara a la opinión pública.

Quizás todo esto no formara parte de la construcción del personaje sino más bien de su sincera conducta. Algunas de las imágenes que me vienen a la cabeza cuando me evocan su figura es la de su braceo poderoso en la búsqueda del rebote, su cabina de teléfono con los bíceps como perímetro, sus airadas protestas a los árbitros. Y luego, aunque en un principio su gesto felino asustase, en sus ojos se transmitía una especie de inocua dulzura que no casaba exactamente con lo que sus gestos exponían. Quizá fueran muy pocos los que descubrieran al verdadero, al auténtico Fernando Martín.

Los que tuvieron el privilegio de viajar a Portland durante su corta aventura en la NBA se acercaron a buen seguro al núcleo de su planeta. Ese fue el Martín más íntimo, más vulnerable, más cercano a la soledad y más alejado de la imagen de superhéroe autosuficiente que se construyó en España. Fernando Martín, el héroe, tuvo la pasta y la cobertura para convertirse en el ídolo de una generación que por primera vez se entusiasmaba con un deportista no sólo por lo que era capaz de hacer en la pista. Los años han pasado rápido, imprudentes, a mayor velocidad de la que deberían haber llevado entre tanta curva. Años después el personaje mantiene toda la contemporaneidad en esta época tan diferente. Y, mucho menos sutil y romántico que Bob Dylan, Martín también se encargó de advertirnos que los tiempos, hace más de un cuarto de siglo, ya estaban cambiando. 

 

 

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