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Quiero irme, ayer y hoy, por Gonzalo Vázquez

Quiero irme, ayer y hoy, por Gonzalo Vázquez

Si estamos cerca de que las estrellas reclamen salir de sus equipos con la misma normalidad que los gerentes juegan al mercado con ellas, veríamos abrir una nueva frontera con el pasado.

Artículo escrito por Gonzalo Vázquez en la revista del mes de diciembre de 2019

En ese vasto pasado las demandas de traspaso brillaron por su ausencia. Las hubo, pero tan escasas y modestas que no pasaron de un penoso testimonio en privado y un discreto pacto de caballeros. Pero los grandes casos, la estrellas como tal, se estiraron tanto en el tiempo que resultaron excepcionales. Entre las amenazas de Magic Johnson a los Lakers y Charles Barkley a los Sixers pasaron once años, y doce más hasta llegar a Vince Carter y los Raptors.

En suma, casi un cuarto de siglo para reseñar tres demandas muy particulares y un común denominador: expectativas frustradas. Pero entre la imposición de Kyrie Irving a los Cavaliers, de Kawhi Leonard a los Spurs, de Jimmy Butler a los Wolves, de Anthony Davis a los Pelicans y de Paul George a los Thunder pasan tan solo dos. Y da igual el grado de frustración, como si no la hubiera. Lo que compartieron todos fue el desenlace: los jugadores se salieron con la suya.

Nada resume mejor el cambio que esta última aceleración. Una suerte de revolución por la inédita transferencia de poder que supone. En el fondo, no se trata tanto de que la tendencia al monopolio, a la concentración de talento que con éxito muy diverso ha marcado también el curso de la liga, deje de ser exclusivo patrimonio de los dueños y sus más avispados gerentes. Sino de que la libertad de movimientos pase también a ser ejercida por los mejores jugadores.

Estos casos recientes tienen en común con sus precedentes una expectativa frustrada y el paso a otro escenario deseado, mejor cuanto más próximo al título. Pero también asoman nuevos matices, tales como el calor de la tierra natal, las necesidades familiares, los negocios y hasta renovados retos compartidos por la amistad. Otra diferencia reside en el factor impersonal de las nuevas demandas, delegadas, tramitadas y negociadas por los agentes. Así los jugadores evitan hoy el incómodo trago de rechazar cara a cara a quienes apostaron por ellos. Esto último, más frío que cortar una relación por whatsapp, no es ocioso y perfila también el increíble desahogo del nuevo escenario.

Aquella primera vez

Por eso, para mejor entenderlo, conviene rescatar un caso pionero y tal vez el más poderoso de siempre entre las estrellas que alguna vez reclamaron su salida. Y conviene, sobre todo, por recordar las razones, la situación afrontada por una decisión así y su enorme contraste con nuestros días. Para ello hay que remontarse a los primeros setenta, a la joven franquicia de Milwaukee Bucks nacida en 1968. Una moneda al aire en el siguiente draft había sentenciado a Lew Alcindor, después Kareem Abdul-Jabbar, a jugar para los de Wisconsin en perjuicio de Phoenix Suns. Con aquel interior diferencial y la espléndida madurez de Oscar Robertson, los Bucks sólo tardaron dos años (1971, barriendo 4-0 a los Baltimore Bullets) en conquistar su primer y hasta ahora único título. Lo siguiente sería ceder a los Lakers de Chamberlain (1972), caer de primeras ante unos Warriors de 47 victorias (1973) y, en un último esfuerzo, entregar el título a los Celtics tras forzar siete partidos el penúltimo de los cuales resolvió Kareem, tras dos prórrogas, con su celestial skyhook.

Llegados a este punto, el núcleo superviviente del título difícilmente daba para más, no se había previsto una renovación adecuada ni consultado a Kareem por su situación personal, que para entonces era remota al agrado. No era alejarse del anillo lo que más le acuciaba. Era algo mucho más íntimo y profundo, algo que empezó a gestar tiempo atrás, coincidiendo con su conversión al islam y la creciente necesidad de compartir un entorno cotidiano del que sentirse parte. Nacido y criado en el corazón de Manhattan, y erotizado por la cultura urbana y artística de Harlem, la ciudad de Milwaukee le privaba de una vida que añoraba tres cuartas partes del año. En ningún tramo de su vida, antes o después, la soledad le hostigó como entonces.

Kareem tomó la firme decisión de dar el paso el verano de 1974, poco después de la retirada de su fiel escudero Oscar Robertson. Pero no lo haría saber hasta la reactivación del equipo dos semanas antes de empezar el curso, momento en que citaría a cenar al presidente, Bill Alverson, y su director deportivo, Wayne Embry. Acompañaba al jugador su agente y hombre de confianza, Sam Gilbert. De la forma más suave de que fue capaz, como quien sólo espera comprensión, el joven confesó a sus sorprendidos interlocutores su deseo de irse, o mejor, su necesidad casi existencial por salir de allí.

Como pruebas de buena fe puso sobre la mesa su silencio y el tiempo necesario (toda una temporada) para que negociaran el mejor desenlace para ellos, los Bucks. Desconcertados, Alverson y Embry, que ignoraban como cualquiera las profundidades de aquel ser fronterizo, quisieron saber si había algún problema interno en la organización que pudiera haberle defraudado. Kareem fue contundente. Ninguno. Y en las razones esgrimidas es donde encontrar la parte más sustancial de su decisión. Su problema era que la vida en Milwaukee no le llenaba en absoluto, que de hecho le resultaba estéril y agria, y que a diario sufría la añoranza de la vida en una ciudad cosmopolita, o más bien, las dos que había conocido: su natal Nueva York y su universitaria Los Ángeles. Y también lo hizo saber.

Eran sus dos únicos destinos posibles como parte del trato sobre el que, insistió, guardaría total discreción. Su contrato, segundo con los Bucks, expiraba en julio de 1976. Y sentir cercana aquella fecha, intuyendo otro año más en Milwaukee, así como haberles dado el título y sus años más dominantes, daban, a juicio de Kareem, legitimidad a su demanda y su esperada comprensión por los Bucks.

Un año de espera. ¿L.A. o N.Y.?

La temporada arrancó. Y transcurrió como si nada, salvo aquella secreta infección a la que los gerentes no veían fácil encontrar cura. Por encima de todo, les asolaban dos grandes temores: no recibir una compensación justa y correr, por ello, el riesgo de desaparecer. No venían solos. La poca claridad en las nuevas reglas de compensación en la agencia libre, que en ningún caso contemplaban negociaciones entre los jugadores y sus contratantes, y las dudas motivadas por el cambio de comisionado, tampoco ayudaban a tomar la iniciativa. Así que los Bucks esperaron, como si el tiempo y el silencio de Kareem cerraran la herida. Nada más lejos.

En marzo el periodista Marv Albert filtró la noticia por el lado esperado: los Knicks estaban negociando adquirir a Kareem, de lo que era fácil deducir que el jugador quería salir, no que los Bucks, hundidos en la clasificación, quisieran deshacerse del mejor jugador del mundo. Presionado por la situación y creyendo que esto ayudaba, el jugador se atrevió, por fin, a confesar su deseo. “Aquí no tengo familia ni amigos. Nada en esta ciudad tiene significado para mí. Culturalmente –lo que impulsó a Gasol a elegir Chicago– soy lo que soy y Milwaukee no tiene nada que ver”. Y añadió que haber callado se debía a evitar mayor daño a la franquicia, su gente y la propia ciudad.

El curso fue un desastre de principio a fin y los Bucks pasaron de las Finales a no entrar en playoffs por primera vez en la era Kareem. Con el verano encima, los dos gigantes, Knicks y Lakers, soltaron amarras. Los neoyorquinos creían partir con ventaja por la cuna del jugador. Y confiados en exceso, casi arrogantes, enviaron a Milwaukee a su presidente, Mike Burke, y su mánager general, Eddie Donovan. Pero en cuanto enseñaron sus cartas –un Frazier veterano y dinero, y por si acaso Monroe en la manga–, la indignación de los Bucks no pudo ser mayor. “Se presentan con trajes de mil dólares y quieren que se los llevemos a la tintorería. Se creen que somos paletos”, se desahogaron en la prensa local.

Pero la realidad era que los Knicks no tenían mucho más. Daban su elección de 1976 por perdida como castigo por entrometerse en los derechos de los Sixers por George McGinnis, lo que había enfurecido al naciente comisionado Larry O’Brien, que defendía que lo más sagrado eran las elecciones del draft. Y que los Bucks supieran que nadie ofrecería más pasta que ellos tampoco era suficiente. Años después, recordando la operación, Embry dejaría una máxima para la posteridad: “El dinero no puede jugar”.

Los Lakers, además de dinero, tenían picks. Ambos equipos se vieron en Denver, una cita casi clandestina porque los angelinos temían la menor filtración que pudiera molestar a Kareem y perjudicar su caza. No hubo acuerdo. Aleccionado por la mala experiencia con los Knicks, un Embry crecido no escatimó en sus demandas. Le atraía el novato angelino Brian Winters, quería al taponador Elmore Smith, las dos elecciones angelinas de primera ronda y negociar al alza el dinero final. Los Lakers buscaban empaquetar al veterano Gail Goodrich y los Bucks tampoco tragaron. Pero fue cuestión de poco tiempo. Las dos partes llegaron a un acuerdo el 16 de junio de 1975. Kareem y el pívot Walt Wesley fueron enviados a Los Ángeles a cambio de los deseados Winters y Smith, más las dos primeras rondas (Dave Meyers y Junior Bridgeman) y un montante de 800 mil dólares que pagarían a plazos.

Milwaukee perdió a su estrella. Pero renovó su proyecto en una operación que difícilmente pudo resultarles mejor, gestando así la base del gran equipo que formó Don Nelson en la transición a los ochenta. En 1987 el presidente Bill Alverson reconoció que el intercambio de aquel forzoso traspaso salvó a la franquicia de Wisconsin. Y no mentía. De hecho satisfizo a las dos partes. Aquella operación fue el primer capítulo de lo que vería la década siguiente con los Lakers del showtime.

Porque, convencidos de que sólo faltó Goodrich en el desembolso, acabarían endilgándolo a los Jazz a cambio de una elección consumada en 1979 con Magic Johnson. La víctima fueron los Knicks, cuya decepción apremió la llegada de Spencer Haywood, tan insuficiente para olvidar a Kareem que intentaron convencer a Chamberlain de volver del retiro.

Moralejas y anacronismos

Hay pocas pero buenas lecciones que extraer de aquel primer caso. Coincide con los ejemplos actuales en la raíz: una discordancia inmediata en las aspiraciones personales del jugador bajo contrato.

Pero no en las deportivas, que insisten hoy en unir fuerzas para afrontar el anillo. Es aquí donde más se aleja lo ocurrido con Kareem, en observar sus razones como impensables hoy. Los Knicks agonizaban en mitad de la nada de su doble título a principios de la década, y los Lakers cerraron el Oeste sin una sola estrella en el horizonte. Por eso aquel caso sigue siendo tan emblemático; porque las razones del jugador entonces más dominante del planeta hunden sus raíces en la pulsión vital, en motivos de naturaleza existencial que motivaron una súplica a sus empleadores que podría traducirse así: “Ustedes no tienen la culpa. Ustedes sólo me eligieron y se han portado bien conmigo.

Pero me he cansado del compromiso con una ciudad y una vida que me hacen profundamente infeliz. Por favor, déjenme marchar”. Situación a exponer frente a hombres en una mesa, escenario del que hoy los jugadores, y sea cual sea la razón de la demanda, se han visto liberados.

Pero el tiempo pasa aprisa para todos y las estrellas nunca tardaron mucho en descubrir su poder. Y lo que la historia olvida es que Kareem volvió a pedir un traspaso tras el fiasco de 1981 y una situación insostenible entre Magic y Paul Westhead que acabó, bajo amenaza del jugador, con el despido del técnico. Y aún más, hizo también saber su destino: Knicks o Nets para volver a casa. Nada, en fin, que no arreglara aquel verano Jerry Buss. Pero aquí la postura del pívot sí hermana con los casos futuros: la coartada de un ambiente tóxico del que exigir la salida.

Y más allá de jugadores y aficionados, una lección se ha mantenido intacta desde entonces para cualquier gerencia NBA: convence a tus agentes libres o muévelos antes de que lo sean. Por eso la historia es tan circular.

Así ilustramos el artículo de Gonzalo Vázquez en la revista, que puedes adquirir aquí:

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