Aunque muchas otros entrenadores pueden hablar sobre Raül tanto o mejor que yo mismo, es cierto que yo tuve la fortuna de coincidir con él cuando iniciaba sus primeros pasos en un club de la ACB como fue el Joventut de Badalona y luego en nuestra etapa conjunta en el Real Madrid. Raül, como cadete de primer año, era humilde, prudente e introvertido. Pero a medida que fue creciendo, fue delimitando esa virtud (para mi lo es) hasta que llegaba a los vestuarios, para irse transformando en un líder y casi un killer elegante y silencioso dentro de la pista.
Absorbía toda la información y muchas de las cosas que yo iba proponiendo al equipo y que por mi experiencia sabía asumirían a largo plazo, él lograba hacérselas suyas de forma natural, espontánea y casi genética en pocas semanas. Se divertía jugando y haciendo mejores a sus compañeros, a la par que dando muestras de una plasticidad con el balón en las manos y una visión perimetral formidables. Un regalo para los ojos. Fue un buen compañero y ya entonces tenía un instinto ganador muy marcado que nos hacía mejores.
Su talento hizo que no pasara demasiado tiempo para que llamara la atención del equipo profesional del club y así fue como empezó una carrera de prestigio que le ha llevado a jugar y dejar muestras de su calidad en grandes equipos españoles, americanos y rusos, y por supuesto en la Selección. Nadie puede saber cómo hubiera discurrido su carrera en la NBA de no lesionarse. Mi opinión como la de muchos, es que quizá hubiera podido tener una trascendencia parecida a la de alguno de nuestros mejores representantes allí.
Pero él, lejos de bajar los brazos, salió de allí más fuerte si cabe, nunca tiró la toalla y ha sido capaz de tener un final de su carrera como jugador a un altísimo nivel…, para acabar yéndose como llegó, sin hacer ruido pero sin evitar haber dejado tras de sí un sinfín de instantes e imágenes espectaculares que difícilmente quedarán en el olvido.