Artículo originalmente publicado en el especial Así fueron los 80s de Gigantes, número 1508
Si estás leyendo este número de Gigantes y eres joven, he de confesarte que yo también lo fui una vez, no hace tanto, y sin embargo acabo de cumplir 50 años aún no sé muy bien cómo. Pertenezco a esa generación que mientras abandonaba los pantalones cortos de la niñez, vivió con éxtasis el repentino boom del basket en España.
Porque lo que se vivió fue eso, un estallido supuso que millones de personas que sentían mayor o menor inclinación por el deporte, incorporaran el baloncesto a sus vidas como un verdadero protagonista en el día a día. Tanto fue así, que durante unos años, el basket se sentó en la mesa del fútbol en este país. Y no exagero.
Quizá estés esperando que te presente al ingrediente que hizo que aquel milagro fuera posible, pero mentiría si te dijera que hubo un alguien o un algo único como responsable de que se vendieran balones naranjas como nunca hasta entonces. Al igual que ha solido suceder en otros acontecimientos movilizadores, en aquella ocasión el porqué de la fiebre por el baloncesto tuvo que ver con la confluencia de varios factores.
Los Ángeles de noche
Trata de ponerte en situación. Solo contábamos con dos canales de televisión y, por lo tanto, todos bebíamos de la misma fuente y al mismo tiempo para calmar nuestra sed. Si alguien preguntaba en el grupo de amigos “¿viste ayer la película?”, no hacía falta nombrar ninguna porque solo existía la posibilidad de que se estuviera haciendo referencia a una en concreto.
El caso es que el verano de 1984 tocaba seguir los Juegos Olímpicos que se disputaban en Los Ángeles, California. Aunque todo lo que sucedió allí transcurría con 9 horas de diferencia respecto a España, con lo que para nosotros la gran mayoría de las competiciones tuvieron lugar de noche o de madrugada. Un hecho que no fue óbice para que en muchos miles de hogares españoles se viviera con gran pasión, y en directo, el camino de la selección de Antonio Díaz-Miguel hasta una histórica plata que nadie había previsto.
Dónde hay unas canastas
Los niños y los jóvenes corrimos a ocupar unas canchas en las que hasta entonces solo habían reparado los practicantes habituales del baloncesto. Unos querían ser Epi, otros Fernando Martín o Josep Maria Margall, pero todos queríamos pasar por el aro. Poco importaba el estado de las canastas, si el piso era irregular o las medidas no se aproximaban siquiera a las reglamentarias. Pasamos de tener unas canchas semivacías a que los grupos de chavales esperaran pacientemente su turno para entrar a jugar.
Por si fuera poco, la FIBA había tenido a bien añadir un aliciente más al juego. Tras los Juegos de Los Ángeles, el baloncesto internacional –y todas sus versiones hasta llegar al mismo minibasket– lucirían desde septiembre la mágica línea de 3 puntos. ¿Quién no recuerda aquel semicírculo de 6,25? Abría aún más el abanico de tipologías de jugadores en los patios y las canchas de los barrios. A los chicos grandes que dominaban la zona y a los rápidos y habilidosos que serpenteaban por la pista, se invitaba a que los que tuvieran buena muñeca se especializaran a percutir desde lejos, allá donde no llegaban las defensas rivales. La línea de 6,25 se convirtió en un terreno a conquistar y pronto separaría a quienes harían carrera tras ella de los que debían asumir otras tareas en la cancha.
En mi caso, en Bilbao, íbamos los sábados por las tardes a los Jesuitas aprovechando que abrían sus instalaciones. Tenían más de media docena de canchas de minibasket, ideales para chicos de 13 años. Pero si por lo que fuera no abrían ese colegio, nos íbamos a las escuelas de Serrano y saltábamos su verja como si fuéramos almonteños en busca de la Blanca Paloma, que en nuestro caso no era sino una cancha con canastas de tablero de madera a la altura “de los mayores”.
Entre semana, comíamos en diez minutos y regresábamos al colegio corriendo y botando el balón para colarnos en el patio y disfrutar así de casi una hora de baloncesto en un espacio en el que se podían simultanear hasta cinco partidos sin que causara confusión alguna. Sudados como pollos entrábamos a clase.
La ACB cambia el panorama
La llegada de la ACB en 1983 para sustituir a la antigua Liga Nacional también resultó un acicate importante para que la afición al baloncesto subiera como la espuma. Se comienza a publicitar la liga, se televisa un encuentro los sábados por la tarde y otro los domingos por la mañana. Los clubes quieren mostrar su producto, a diferencia de los del fútbol, temerosos de perder público en los estadios. La plata de los de Díaz-Miguel incrementa exponencialmente las audiencias del juego televisado; está naciendo una nueva afición a un deporte que hasta entonces era relativamente residual.
¿Te imaginas que además de jugar en el colegio o en las canchas de la calle que hubiera en tu localidad, pudieras asistir a ver partidos de la ACB o de la Primera B sin mayor dificultad? Fuimos muchos los que comenzamos a poblar los pabellones cada quince días. Para un adolescente, ir a ver al CajaBilbao en La Casilla no pasaba de las 150 o 200 pesetas en la grada del fondo y delante de tus ojos tenías cada dos semanas a los mejores americanos de la liga impartiendo un magisterio que aún se recuerda. Por allí pasaron los Howard Wood del Tizona de Burgos, Granger Hall del Peñas de Huesca o Essie Hollis del Askatuak. Quien lo vivió, no volvió a bajarse del carro del baloncesto.
Y la NBA, claro
Primero con cuentagotas y luego cada vez más presente en la prensa deportiva y en las revistas especializadas. A comienzos de los años 80 empezó a mostrar la patita la mejor liga del mundo. Dos minutos un domingo por la mañana en la segunda cadena de televisión, un ladillo en el Marca con los resultados de vez en cuando, media página en el diario As explicando quién era Moses Malone o por qué Larry Bird estaba volviendo loca a la gente al otro lado del charco. Pequeñas dosis. Píldoras que nos hacían soñar sobre cómo serían aquellos dioses de la cancha de los que se decía que pasarían por encima a cualquier europeo. Cada foto, en blanco y negro, no llevaba a fabular cómo jugaría cada uno de esas estrellas. Exprimíamos cualquier información y le añadíamos el IVA de nuestra imaginación.
Afortunadamente cada mes teníamos a Nuevo Basket –la biblia de la canasta para nosotros– y no tardó en aparecer el maná semanal que supuso Gigantes del Basket, que nos hacía correr literalmente hasta el kiosko porque se agotaba en unas pocas horas, por increíble que te pueda sonar. No exagero un ápice.
Escudriñábamos cada página, cada crónica, cada reportaje… nos aprendíamos las estadísticas de anotadores, reboteadores, asistentes… mirábamos y remirábamos cada foto como si sus protagonistas fueran seres de otra galaxia. ¡Si hasta forrábamos las carpetas del colegio con fotos de nuestros ídolos! En mi clase cinco o seis chavales teníamos a Greg Wiltjer, Wayne Robinson, Jordi Villacampa, Magic Johnson, Sidney Moncrief, Joe Kopicki o Nacho Solozábal ilustrando nuestros clasificadores.
Gigantes y Nuevo Basket nos permitieron asomarnos al Pallacanestro, a la ACB, a la NCAA, a la NBA… al paraíso por el que suspirábamos quienes nos queríamos comer el mundo pero no teníamos televisión por cable ni Internet, porque o no sabíamos lo que era o no se había inventado para un uso doméstico. En cuántos hogares habremos escuchado eso de “si te supieras las lecciones tan bien como conoces a los jugadores de la NBA…”.
¿Y las radios? Ese Carrusel de baloncesto los sábados por la tarde en la SER cantando desde cada pabellón cada canasta de tres con el “¡Tri-tri-triple con Triple Seco de Larios!” o su equivalente triple Mahou 5 Estrellas de la COPE. Media España seguía por la radio los programas vespertinos de basket desde sus casas.
¿Merchadising? ¡Ojalá!
Si quieres las zapatillas que llevó Antetokounmpo en el pasado All-Star Game o la preciosa camiseta City edition de los Utah Jazz de este año, lo único que necesitas es una tarjeta de crédito y dar un clic a la compra en tu ordenador. En los 80 bebíamos los vientos por las Converse Weapon de Magic o Larry, por la camiseta roja con el 23 de Jordan o la bomber verde de los Celtics y no había manera humana de hacerse con ellas en España. IM-PO-SI-BLE. Si veías a alguien con merchandising de la NBA era porque tenía un conocido en alguna de las bases militares americanas o porque se lo habían traído de un viaje transoceánico. Los demás, como mucho, customizábamos camisetas normales para que simbolizaran las de nuestros jugadores preferidos.
En cuanto a la zapatillas, olvídate de las Weapon citadas o de las Air Jordan, por citar las dos más célebres. Quizá en Madrid o en Barcelona acabarían llegando con cuentagotas gracias a algún importador, pero vamos, que supongo que tú que estás leyendo esto tendrás que hacer casi un acto de fe para creerme que no había manera de comprar lo que tanto deseábamos. Eso sí, teníamos nuestras cositas, ¿eh? Las Kelme Villacampa verdes, la Adidas Europa, yo tuve incluso una Yumas que eran una réplica muy similar de las Adidas. Teníamos poco si lo comparamos con el infinito catálogo de hoy, pero nos parecía estar en el nirvana.
Vivimos mucho, lo disfrutamos más, paladeamos cada segundo de aquellos 80 que precederían a la abundancia que vendría después, pero fuimos muy felices y vimos cómo se construía un milagro en la tierra del fútbol. El soufflé bajó bastante a los cinco años pero los que permanecimos fieles, que fuimos muchos, aún seguimos al pie del cañón cuatro décadas después. Mereció la pena, créeme.
