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El mito del entrenador europeo en la NBA, por Gonzalo Vázquez

El mito del entrenador europeo en la NBA, por Gonzalo Vázquez

La NBA tumbó la barrera racial, mucho después la extranjera y pronto la de género. La táctica aún sigue en pie.

En mayo de 2018 los Suns contrataban al serbio Igor Kokoskov como técnico jefe. La prensa corría entonces a reseñar el hito: un entrenador europeo, por fin, al mando de un equipo NBA. La lógica impedía desmentir lo grueso del titular. Sin embargo, al veterano espectador de este lado del mundo el caso lo dejaba algo frío. Una vieja aspiración, similar a la de los jugadores europeos décadas atrás, se había cumplido. Pero en el imaginario algo flaqueaba. Porque en el fondo Kokoskov seguía siendo en Europa una figura espectral. El viejo continente lo descubre, en realidad, su oro en el Eurobasket el verano anterior.

Kokoskov emigró muy pronto a los Estados Unidos. En 1999, con 27 años, debutaba como asistente técnico con la Universidad de Missouri, siendo el primer europeo en ocupar esa posición (ese fue en realidad su gran hito). Un año después ingresaba en la NBA, donde pasaría los siguientes veinte años, a mitad de los cuales se convertía en ciudadano americano de pleno derecho. Hasta aquel contrato inédito, Kokoskov había trabajado, ininterrumpidamente, en la sombra de los cuerpos técnicos de Clippers, Pistons, Suns, Cavs y Jazz. Años de aprendizaje y trabajo duro que lo revelaron a sus distintos entrenadores como un brillante gestor de pizarra. En Utah, poco antes de su gran oportunidad, Quin Snyder valoraba sus intuiciones por encima incluso de las suyas.

Llegado a Phoenix, Kokoskov cumplía así las dos condiciones teóricamente válidas: ser técnico jefe no habiendo nacido en USA. Y sin embargo, bajo un rigor necesario, el hito no terminaba de serlo del todo. Conviene explicar por qué.

Antes que por la nacionalidad la noción de extranjería deriva de la experiencia, del sentido geográfico de la vida, de su elección cultural. Dicho en términos de sabiduría popular: uno no es de donde nace sino de donde pace. En lo que nos concierne, quien elige durante dos décadas absorber un determinado magisterio que incorporar a la práctica se debe como técnico a su orbe profesional.

Todo trabajo serio en materia de internacionales en la NBA debe tener muy en cuenta esta premisa. Cuando un jovencito extranjero, un embrión de jugador, viaja a los Estados Unidos para alcanzar allí la edad adulta, deja de ser extranjero por razón técnica. Se mimetiza con la cultura absorbida. Es el caso de figuras como Olajuwon, Schrempf o Nash, en tanto su formación fue estadounidense y no nigeriana, alemana o canadiense. No importa el destete adolescente para acercarse a un deporte. Importa en estos casos si el preludio profesional fue el equivalente al de cualquier otro nativo americano. Al suprimirse las diferencias no cabe hablar de extranjería más que como abstracción geográfica por nacimiento. Pues la misma lógica rige para el cuerpo de entrenadores.

Kokoskov lleva formándose en los Estados Unidos desde antes que Tim Duncan levantara su primer título. Y hasta ocuparse del Fenerbahçe –por fin un club europeo– siguió haciéndolo allí, se insiste, más de veinte años. Y que entretanto ejerciera con las Federaciones de Serbia, Georgia y Eslovenia, donde obtuvo su mayor logro como seleccionador, deriva de sus fuertes vínculos apegados a su origen, fortalecidos por una valiosísima versatilidad de trayectoria. Pero no una transferencia directa del europeísmo a la NBA como cabría esperar de un técnico extranjero. Antes bien Kokoskov habría operado al revés.

Y esta es la cuestión. Para que un técnico derribe de veras la barrera de la extranjería táctica debe haber, de entrada, una transferencia directa del magisterio FIBA al mundo NBA, para lo que previamente se precisa una amplísima experiencia internacional al más alto nivel, un palmarés monumental que lo acredite. Exactamente al modo de David Blatt de no haber nacido y criado en Massachusetts.

No es otra la razón por la que el ramillete de presuntos candidatos que alguna vez trascendieron constituya un elenco tan selecto y escaso. En 2002 unos Nuggets en completa reconstrucción pretendieron a Dusan Ivkovic, informándole de que incorporaban su nombre al proceso de selección. Según su versión, cuando finalmente recibió la llamada afirmativa de Kiki Vandeweghe y Bill Duffy, el serbio había firmado por el CSKA. Aquella oportunidad se hace tanto más plausible cuanto que Denver acabó optando por un técnico menor en el nombre de Jeff Bzdelik, que sobreviviría en adelante como especialista defensivo.

A partir de 2006, con la llegada a la gerencia de los Raptors de Maurizio Gherardini –y el aperturista Bryan Colangelo– no pasaría verano sin el rumor de que su compatriota Ettore Messina pudiera hacerse cargo del proyecto, de cuya agenda tampoco terminaría de borrarse nunca el nombre de Sergio Scariolo. La continua recurrencia de Messina entre los círculos privados condujo a Sacramento Kings a contactar con el italiano el verano de 2007. Y tras una temporada en el cuerpo técnico de los Lakers, su nombre saldría nuevamente a colación como firme candidato a hacerse cargo de los Hawks. Fue entonces cuando el serbio Zeljko Obradovic, el summum del gen europeo que aquí formulamos, aparecía en la nutrida lista de técnicos entrevistables en los Pistons. Sorprendió incluso que Obradovic dejara una puerta abierta. “Si recibo una buena oferta de un equipo NBA con aspiraciones reales –llegó a reconocer– puede que la acepte”.

El ejemplo de Messina sirve también para explicar cómo funciona el circuito interno de técnicos y asistentes en la NBA, que apenas dista de los nudos de contacto que promueve toda corporación. Cuando Mike Brown dirigía a los Cavaliers, su jefe, Danny Ferry, célebre junto a Brian Shaw por su fugaz pasado italiano, lo envió a Europa a escrutar los sistemas ofensivos de Messina. Resultado de ello, y de una incipiente relación, Brown terminaría recabando los servicios del italiano en los Lakers. Al cabo, Messina regresó a Europa y Brown perdió su empleo, pero no su tozudo erotismo por la pizarra europea, para lo que en 2013 reclamaría a su lado a Kokoskov en su nueva singladura en Cleveland. Como entonces Danny Ferry gestionaba a los Hawks, no hubo otro motivo para que Messina volviera a asomar en su agenda.

No mucho después Messina se iba a convertir, durante cinco años, en uno de los principales asistentes de Gregg Popovich en los Spurs. Completaba así el ciclo de mayor firmeza hasta la fecha para conquistar el principal cargo de un banquillo NBA. De hecho, no le faltaron ofertas antes de que decidiera regresar a Milán. En su caso confluyen todos los condicionantes para derribar esa última barrera: nacionalidad, formación y trayectoria (doce ligas y cuatro títulos de Euroliga avalan, entre otras, su palmarés). En el mismo sentido, el caso de Sergio Scariolo, con funciones vitales en los Raptors campeones, admite también esa última frontera, así como el nombre de Pablo Laso ha pasado a ocupar diversas agendas en los gestores más audaces de la NBA actual.

Y sin embargo ese caso real, esa transferencia inmediata de un técnico de nacionalidad y raíz plenamente europeas, el ensayo final de concederle la dirección de un banquillo NBA, sigue sin llegar. En el fondo, el retraso material de esta posibilidad sigue atendiendo a razones muy sencillas de percibir.

Continúa pesando, en primer lugar, la importancia del factor cultural. En la óptica americana, la depreciación extranjera no solo ha declinado con el tiempo. Vive hoy, en paralelo a lo sucedido con los jugadores, su mayor esplendor en términos de valor y respeto. La perspectiva no ha podido cambiar más. Hasta entrados los años noventa la peregrinación de técnicos europeos a los clínics impartidos en los Estados Unidos figuraba una experiencia obligatoria para doctorarse en la vanguardia táctica del viejo continente. Con el cambio de siglo y la profunda crisis abierta en las estructuras clásicas del baloncesto americano el proceso no solo se detuvo. Incluso llegó a invertirse. Hoy ha pasado el tiempo suficiente para el tácito reconocimiento estadounidense hacia lo mejor que ha preservado el baloncesto europeo y que encarnan sus entrenadores más destacados. Todo esto significa que en ningún caso se cuestiona, como sucedió en el pasado, la solvencia profesional de un gran técnico. Es otro el motivo.

Ese motivo ha perdurado en el tiempo como obstáculo en la incertidumbre de liderazgo, un presupuesto de vulnerabilidad que pesa enormemente en la órbita mental de los directivos. Incluso es posible explicarlo a través de un ejemplo americano. Cuando en 2013 se hizo público el acuerdo por el que Jeff Hornacek sería el técnico jefe de Phoenix Suns, técnico debutante, fueron puestas en valor las mismas cualidades que en su larga etapa de jugador: una gran ética de trabajo y una honradez a prueba de bombas. Quienes le conocían añadían además una cualidad humana: Hornacek era una persona cándida, extremadamente buena. De ahí que de las lecturas derivadas por su fichaje, las objeciones fueran mayoritarias. Era la tesis que resumía con claridad Dan Bickley en el Arizona Central. Nada que reprochar a las capacidades de Hornacek como técnico, a su solvencia teórica. En cambio sí a su personalidad. Y ahí entraba en un terreno algo más delicado, incluso etéreo, pero no por ello trivial. Bickley se preguntaba si el buenismo de Hornacek no resultaría contraproducente para uno de esos vestuarios NBA agitados y a la deriva. Si no sería más deseable un técnico sobradamente contrastado en la mezcla de tres grandes cualidades que atribuir a los mejores: respeto, confianza y temor, poniendo como ejemplos a Jackson, Sloan y Popovich.

Sirve aquí aquel argumento. Porque el temor de Bickley era extensible a la debilidad presupuesta en un técnico netamente extranjero inoculado de repente en un vestuario NBA. Este temor puede ser o no justo, incluso amaga la superstición. Pero se basa en una presunción real.

Una de las principales diferencias entre el mundo NBA y el mundo FIBA, con infinidad de matices que atenuar o agravar, reside en la entrega de la soberanía, en el reparto del poder básico. Mientras en la NBA el poder residió fundamentalmente en los jugadores, prevaleció en el mundo FIBA una visión más sacerdotal de los entrenadores como depositarios del poder. Mientras en la NBA predominó la razón técnica en Europa lo hizo la razón táctica. Tiene su lógica por el enorme desequilibrio genético. Pero esta vieja tradición ha delineado dactilarmente cada uno de los dos lados durante décadas. Y aunque atenuada por innumerables circunstancias y progresos prevalece hoy día con inconsciente firmeza.

Conviene aclarar. No es que la NBA ambicione un técnico europeo. Una mayoría directiva sigue mostrándose indiferente a esa posibilidad. Solo es que cada vez mayor número de gestores NBA admite la enorme solvencia de los mejores técnicos europeos, que han llegado a interpretarse como sinónimos de estrategia y disciplina. Pero todo queda en privado y no se afronta el paso porque el riesgo sigue pesando en mucho mayor grado. Más aún en un orbe cerrado en el que ahora también ejercen presión las cuotas raciales.

Nadie sabe cuánto habrá que esperar antes de que una gerencia se atreva. Estamos, de hecho, en condiciones más ideales que nunca para afrontar el reto. Pero llegado el caso, el resultado nunca debería examinarse por un primer y único ejemplo, como el rápidamente abortado en el caso Kokoskov. Sino por una muestra más sólida y dilatada en el tiempo.

Quienes han tenido al menos el cuidado de diseñar sobre una mesa cómo sería ese proyecto, qué presupuestos cumplir para afrontarlo, preservan cuatro puntos clave:

  1. Ratificación plena de autoridad. Que en la pirámide de la franquicia vendría derivada de arriba abajo en forma de mensaje claro a la plantilla, de confirmación y disuasión. “Para introducir un técnico europeo como líder de un vestuario NBA –escribía Adrian Wojnarowski– se precisa un ejecutivo fuerte y firme en su apuesta”.
  2. Cuerpo técnico intermedio. Acompañaría al entrenador un equipo de asistentes que moderase la distancia cultural y alguno de cuyos miembros ejerciera tareas de interlocución. Un contexto que debería reforzar la figura del Director of Player Personnel en el seno del cuerpo técnico. Se trataría de atenuar en lo posible el extrañamiento y escepticismo de los jugadores.
  3. Plantilla acorde a la apuesta. Una estructura relativamente igualitaria, salpicada por presencia internacional y liderada por figuras de contrastada estabilidad, acompañadas por jóvenes y complementos de iguales presupuestos; lo que en el seno de las gerencias se conoce como “coachable and easy guys”.
  4. Proyecto a medio/largo plazo. Un ambiente de refuerzo de confianza que mitigue la presión inicial sobre el elegido.

Son, en suma, pilares innegociables para dar el paso. Un paso que, nunca cabe olvidar, abriría por fin el espacio vital más cerrado en la historia de la NBA. El banquillo, la dirección de pista y un velado corporativismo nacional entre sus protagonistas, los entrenadores, siguen siendo el último refugio a conservar, la barrera que más resiste ante la imparable fuerza del proceso globalizador. Hasta el día que la veamos caer.

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