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Fernando Martín, el chambergo verde y las lagrimas de Biriukov

Fernando Martín, el chambergo verde y las lagrimas de Biriukov

Testimonio relatado de un joven aficionado del Real Madrid en la jornada en la que se conoció el fallecimiento de Martín.

Hay palabras que la gente olvida, como chambergo. Y días que la gente recuerda, como ese 3 de diciembre de 1989.

Siempre entrábamos pronto al viejo Palacio de los Deportes. Para poder ver el calentamiento y porque mi padre tenía la costumbre de llegar con antelación prusiana a todas las citas. Hábito que heredé, y todavía hoy intento llegar a ver las ruedas de bandejas y la presentación de los jugadores. Él llevaba lo que entonces se conocía como mariconera, otra palabra en desuso, esta vez con más lógica: un pequeño bolso de cuero que se llevaba en la mano, nunca colgado, con la documentación, el dinero, un bolígrafo… la precursora de la riñonera, en versión madrileña y algo más elegante. En uno de los bolsillos laterales de la mariconera, pues, dos abonos del Madrid, de un cartoncillo color crema y 20 números precortados con su línea de puntos, como los cupones de ahorro de un supermercado. Los porteros te arrancaban el número del partido correspondiente, pero siempre mal: o rasgaban un trozo de más sobre el partido contiguo, o de menos, y te dejaban un pedazo de cartón del día. Había que tener cuidado con esos abonos de la era pre Steve Jobs: si se doblaban, los partidos/cartones terminaban por desprenderse, como cualquier troquelado, y explícale tú al de la puerta que no tenías el del día. Aparcamos en un parking privado de la calle Goya, al lado de Fuente del Berro. Hacía frío, y yo, que tenía 11 años, no me enteraba mucho embutido en mi chambergo verde. No nos extrañó que todas las puertas del Palacio estuvieran todavía cerradas, por aquello de la puntualidad prusiana, escapar del tráfico y tal. Acceso 13, si recuerdo bien. Hicimos lo único que en el Madrid de los 80 se hacía para esperar cuando uno no fumaba: comprar pipas, las de la bolsa transparente y amarilla que vendían a 25 pesetas en los puestos de la explanada de Felipe II. Nadie se sentaba con antelación para ver bailar a diez cheerleaders. Uno llegaba pronto para ver cómo tiraban los Arcega, si Villalobos machacaba a una mano o para escrutar cada gesto de Drazen Petrovic durante el calentamiento. No éramos los únicos que esperábamos en la puerta. Iban llegando seguidores y la espera empezaba a ser demasiado extraña. Demasiado larga. Con demasiados cuchicheos. Porque, además de las pipas, algo en el Madrid ochentero permitía enterarse de lo que ocurría sin gastar yema en un teléfono móvil todavía por popularizarse: el transistor. Y quien tuviera mariconera, siempre llevaba uno encima. Como mi padre.

La peor noticia

La noticia se iba conociendo: primero, en la cúpula del Madrid; luego, entre los jugadores; se notaba cierto vaivén infrecuente, no sólo en la calle, sino también dentro del Palacio, a través de las cristaleras con marcos de metal color terracota. Sí, eso que era entre marrón y rojo antes de que llegara Ikea. Todo el que llegaba preguntaba. El «no han abierto», media hora después, ya se había convertido en «algo ha pasado». Debía de hacer unos 5 ó 7 grados, era una tarde gris plomo, y yo ni me enteraba, no sólo por el sempiterno chambergo verde, sino porque la temperatura de lo inesperado iba creciendo. Hasta que un locutor en la radio soltó el zafarrancho, que pasó por una onda, de ahí a un receptor, luego a un cable, conectado a un auricular, y bajó por el Loden verde de mi padre hasta alcanzarme en forma de mano en el hombro.

-Hijo, se ha matado Fernando Martín.

-¡No!

-Sí, un accidente de coche.

-¿Y no va a haber partido?

La pregunta suena irrespetuosa, soy consciente. Pero es la que a mí me salió con 11 años. Quizás a muchos de los niños que estábamos allí. Se había muerto el de la pegatina que decoraba el interior de mi cama plegable desde varios años antes. Fernando Martín, en el poste bajo. Intentando levantar el balón hacia el aro, con su oceánica espalda algo arqueada, como siempre, protegiendo el balón con esos hombros de empalizada. El mito de cualquier chaval de aquella época que prefiriera el baloncesto al fútbol, como yo.

Se había muerto uno de mis dos ídolos. El otro anunció, dos años después, que tenía el SIDA. Pero yo tenía 11 años y quería ver un partido. La pregunta me salió como me salió. Sí, se había muerto, ¿pero no se podía guardar un minuto de silencio y jugar? Lo del frío me preguntaba ahora, escribiendo, si era un aditivo que le había colocado la memoria a uno de los días más tristes de mi infancia. Como si mi recuerdo hubiese elegido un filtro de app para convertir la estampa en pseudovintage. No. Dice la serie climática de 1989 que fue el día más frío de la primera veintena de diciembre. Diez de máxima. Tres de mínima. Fernando Martín había muerto y entonces sí que empecé a notar el puto aire helado. Sé que me fui al colegio llorando la mañana en que supe que Magic tenía el VIH.

Del 3 de diciembre de 1989 recuerdo mil cosas, colores, momentos, pero no si lloré. ¿Por qué nuestro disco duro almacena detalles nimios, como un chambergo, y olvida los pasajes importantes? ¿La ruleta de la memoria elige aleatoriamente a través del sistema nervioso central y alguna corteza cerebral o existe un porqué narrativo? Quizás porque las lágrimas que se me quedaron marcadas ese día no fueron las mías. Un buen guión pondría a sollozar a mi padre, pero tampoco ocurrió así. Por algún motivo, nadie se iba de aquellos rellanos en alto por los que se accedía al campo. Igual que ante un accidente de tráfico la gente ralentiza la marcha, nosotros estábamos allí, ‘viendo’ que se había muerto Fernando Martín. Una puerta cerrada, una cancha vacía, pero al menos todos los que estábamos allí sentíamos lo que acababa de pasar. Llámenlo familia, más o menos, si me perdonan la cursilada. Pero si hubiéramos vuelto a nuestras casas, nuestras madres, padres, hermanas, vecinas o amigos no hubieran sentido igual aquella pérdida. Una señora lloraba. Un viejo resoplaba. Se oían las frases típicas que sobrevuelan cualquier velatorio y a las que nadie hace caso porque no importa quién las diga. Muletas del silencio acompañado: «Era el mejor», «pobre», «imagina su hermano», «dicen que ha sido en la M-30», «le quedaba todo por vivir…».

La tristeza de Chechu

Cuando nos cansamos de la improvisada capilla gélida, pusimos de nuevo rumbo al párking. Yo seguía preguntándome si a lo mejor se jugaría el partido pasadas unas horas y quizás por movernos nos lo íbamos a perder. Caminamos unos 100 metros, cruzamos Goya, bajamos dos pisos y de repente una figura imponente se cruzó rápido delante de nosotros. Medía más de 1,90. Llevaba una chupa de cuero marrón desgastada. Iba encorvado. Por la pena y porque siempre caminaba como algo ahuecado. Hasta tiraba así. Chechu Biriukov. Llorando a lágrima viva, gotas que rebotaban en sus pómulos de fisionomía rusa y caían en el otro chambergo de esta historia, el suyo. Nunca había visto llorar a un jugador de baloncesto. Biriukov apenas atinaba a coger las llaves. Se tocó todos los bolsillos de su chupa. Acertó más por instinto que por memoria, mientras seguía sollozando. Yo, serio, observaba la escena después de tirar de la mano de mi padre para frenarnos. Iba congelado, a pesar del chambergo verde, que alguna otra madre en el Madrid de aquellos tiempos habría llamado trenka. «Era Biriukov, papá. Iba llorando. Ahora sí que no se juega».

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