Jeff Green conoció a los Sonics, jugó para Seattle antes de pasar a Oklahoma, en los jóvenes Thunder de Durant y Westbrook. Jeff Green jugó en los Celtics del Big Three, a los que previamente sirvió para la llegada de Ray Allen. Jeff Green jugó en los Grizzlies de Conley, Randolph y Gasol, jugó en los Clippers de Chris Paul y Blake Griffin, jugó en los Cavaliers de LeBron, jugó en los Jazz de Mitchell y Gobert, jugó en los Rockets de Harden y D’Antoni, jugó en los Nets dopados por Durant, Irving y Harden, y ha jugado en los Nuggets campeones de Jokic y Murray. Jeff Green ha jugado con todos, con media NBA en activo y otra media retirada, y sobre todo, Jeff Green ha jugado consigo mismo, jugar a tirar adelante sin mirar atrás. Porque cuanto mayor y más breve la compañía, mayor el riesgo de sufrir soledad, a lo que también ha jugado por combatir.
Y aquí podría terminar el artículo, a fin de cuentas, como una atropellada reseña que pueda definir su carrera mejor que ninguna otra cosa, y terminar diciendo que más que paciencia, en lo suyo ha habido justicia. Y esta vez de verdad.
Al fondo de todo equipo campeón anida siempre algún tipo ejemplar, de costumbre un veterano, aleccionador y vocal, útil por ese liderazgo soterrado. En esa interminable lista de glorias hubo siempre un componente humano de vital importancia que arropa a los demás con su mayor tesoro: la experiencia. Jeff Green la tiene toda, tanta como para relegar el pudor ante las cámaras y advertir a los suyos: “This is the fucking finals”, y que así lo entendieran, como si fuera una cuestión de vida o muerte, cuestión que él llegó a conocer de primera mano.
Sucedió en Boston, a los cuatro años de carrera, durante un examen físico rutinario con los Celtics, donde Garnett llegó a decirle que podía ser el mejor de todos. Sucedió por navidades, a punto de arrancar aquel curso mutilado por el lockout, sucedió que le detectaron una anomalía cardiaca, una cosa grave e inaplazable, de intervenir cuanto antes. Jeff Green tenía 25 años y una incertidumbre muy grande cuando le explicaron el asunto. Lo hizo cara a cara el doctor Lars Svensson, que llevaba haciendo cirugías así desde 1980, y que estuviera tranquilo. Pero claro, el jugador, no lo estaba del todo: que cómo había podido jugar hasta entonces, que ahora sospechaba de aquel cansancio rápido que sufría desde tiempo atrás, y que si iba a poder seguir jugando, solo si te operas, dijo el doctor, ¿y si no me operase?, también preguntó, y ahí el médico fue claro: podría no pasar nada o podrías morir en la pista, dijo.
Lo que el médico sí pudo ocultarle fue lo más preocupante, que el grosor de su aorta no era normal, y estaba a punto de romperse. Lo cogieron a tiempo. Cirugía cardiaca, aneurisma de la arteria aorta, a corazón abierto, de precisión a micras. Cinco horas de operación en la Cleveland Clinic.
Green se perdería la temporada entera, que su excompañero Durant quiso dedicarle de principio a fin, hasta meterse aquella cuadrilla de jóvenes en las series finales, justo ahora que ya no estaba él. Era un gesto bonito, y prueba de una amistad, que ambos se conocían desde chavales, por el baloncesto de formación en Washington D.C.
Desde entonces a Green lo acompaña y define una cicatriz de veintitrés centímetros rajando el pecho, como una señal, para no olvidar un solo día lo ocurrido, ese “haber nacido otra vez” que muchas veces repitió. Durante un tiempo aquella intervención/salvación estrecharía de veras a jugador y doctor, citas a solas, entrevistas en medios locales, invitaciones a partidos, hasta que un día el doctor, como queriendo trasladarle la idea de cerrar todo aquello y dejarlo atrás, tan solo le dijo: “Tu corazón es increíblemente fuerte”. Con todo un componente simbólico añadido.
Porque había que ser fuerte, también, para el carrusel que se venía encima, a una media de casi un equipo por año en la siguiente década. Y un equipo es una sede, una ciudad, un mundo y mucha gente distinta.
Jeff Green ha conocido toda escala contractual, contratos largos, medios y cortos, incluidos restos de agencia libre, tenderetes de diez días y desde hace años vive como anclado en esa escala/condición del mínimo de veterano. Jeff Green ha jugado playoffs con más equipos que nadie entre los jugadores en activo. Y por supuesto, ha jugado de todo, como suele ocurrir a todo tweener de clase media, que empezó como alero pequeño, sin las cualidades asociadas a la posición, pasó al cuatro, volvió en Boston al tres, vivió la etapa de defender a grandes y pequeños, terminó como cinco en los Rockets, y ya versátil por castigo y jugador de frontcourt, ocupó su posición más natural en los Nuggets campeones, la de cuatro abierto, donde abierto significa mucho, porque en realidad era estar abierto a todo. Sin embargo, aquella breve etapa en los Rockets le dio una nueva perspectiva, un uso más que válido en small ball, la sopa primordial de la NBA moderna.
Digamos que hasta conocer a Jokic, tres jugadores lo marcaron de verdad, de dejar una huella imborrable. Estos fueron Kevin Garnett, Vince Carter y LeBron James. De Garnett lo impresionó la cosa venal y sanguínea, la necesidad de ganar como una poderosa adicción. De Carter, la forma física, que le hizo creer posible para sí en una etapa tardía. Con Carter coincidió en Memphis, y lo asombraron sus rutinas, tantas y tan precisas que parecían rejuvenecerlo hasta lo increíble. Green contó que a la entrada de un entrenamiento, alguien pidió a Carter que hiciera un windmill, allí, según salía y sin calentar, y Carter se marcó uno de concurso cuando ya estaba cerca de los cuarenta. De él se guardó algunos secretos, y así, para su estancia en Brooklyn, su régimen de alimentación rozaba ya la vía tibetana. Para mediodía su cuerpo había ingerido casi cuatro litros de agua, no sin antes darse una paliza en el gimnasio, que a las siete había que estar arriba por las hijas y luego había que hacer algo. Esto explica su espléndida forma física, y ese inmenso volumen de mates con treinta y muchos que habría firmado el mismísimo Julius Erving en esplendor.
Y sin embargo, cuando conoció a LeBron fue como si lo de Carter se quedara pequeño, que lo suyo alcanzaba a todas las vías que un ser humano puede abrir, física, profesional y mentalmente, y todo ello con carácter científico. Green llegó a los Cavaliers por Tyronn Lue, entonces técnico jefe y al que unía un fuerte vínculo por los nueve meses juntos cuando la rehabilitación, como asistente en Boston, que Green incluso había perdido masa corporal.
LeBron lo impresionó tanto de inicio, valoró tanto haber pasado su corte –cuando toda adquisición debía pasar por su mano– que Green le envió un mensaje de gratitud, o mejor, de entrega total. “Voy a estar contigo en toda situación, en cualquier sitio, dentro y fuera del gimnasio, voy a seguir tus pasos –le escribió–, quiero ser parte y testigo de primera mano para convertirte en el mejor jugador de la historia”. A la estrella le conmovió aquel compromiso, y el paso de Green por Cleveland dejó muy buen sabor de boca, en especial, por aquel séptimo partido en Boston, titular por la baja de Love, para una victoria que los metía en las Finales de 2018, las primeras que Green conoció. Aquella actuación, su digno papel en un entorno de LeBron, reavivó su carrera, lo bastante para tener mercado, buen mercado, durante el lustro que llega hasta hoy.
Pero tampoco se puede explicar a Jeff Green sin el otro lado, el menos grato. A mitad de carrera, tal vez antes, ya se sabía que Green no iba a ser lo prometido, una especie de relato mediático que él asumió fría, estoicamente. Ese relato decía que aquel número cinco del draft se había quedado en poco, en tierra de nadie, que nunca llegó a ser lo que proyectaba ser. La respuesta de Green fue seguir adelante, y ser lo que tuviera que ser. Es más, entendió que lo llamaban jornalero con un punto de desprecio –el que siempre mana de una elección alta– y eso a él lo motivaba, hasta hacer de su rango de trabajo la cosa más empleable del mundo, un jugador intercambiable, una goma de rotación, un filler para cualquier cosa. Y para dignificarse, siempre en forma, que su edad y su despliegue nunca se han llevado la contraria. O sea, hacer de aquel defecto una virtud, su principal virtud de todas.
Su compañero Bruce Brown, por ejemplo, que ya coincidió con él en Brooklyn –coincidir con gente es su especialidad, como en Orlando con Aaron Gordon–, dice haber aprendido mucho de la lección que él brinda, lección de rotos y descosidos, que por eso Green jugó un papel clave en el reclutamiento de Brown, otro filler como él. “Yo estoy aquí –decía el veterano– para empujarles a ser mejores”.
Antes de arrancar las Finales entre Nuggets y Heat, Green fue invitado por The Players Tribune a firmar una carta, un poner sus sensaciones por escrito ante esa nueva oportunidad que el destino le daba. A las pocas líneas, Green se entregó a hacer una alabanza a sus compañeros, uno por uno. Podía ser un gesto motivador pero también sincero, que así es su personalidad. Cálido, cordial y generoso, Green es otro de los que no necesita luces en sus tareas benéficas. Lleva años colaborando con diversas fundaciones por el asunto que mejor conoce, y cuyo papel recoge la American Heart Association.
El técnico Mike Malone no ha hecho más que insistir en que su voz es sagrada ahí dentro, por el respeto que despierta. Malone añadía un aspecto más, de gran interés, que recuerda algo válido para cada equipo: que está bien que el entrenador hable, más que nadie, obviamente, pero que los jugadores escuchen una sola voz puede ser contraproducente. Ahí es donde entra el valor de otra figura vocal, o sea Green, al que hace ya mucho que en todo vestuario se conoce como Uncle Jeff. “Su voz es crítica para los más jóvenes”, defendía el técnico. Donde voz significa algo más. Porque con el empate a uno en la serie –primera derrota en Denver en toda la postemporada– el veterano Green invitó a todo el equipo a su casa en Miami. Una cena para hacer grupo, y relajarse, y en un momento de la velada, hacer también una advertencia a todos, a los que dijo que no quería que sufrieran lo que él sufrió tras caer en las Finales de 2018, cuando pensó que aquella sería la única ocasión de acercarse a un título en su vida.
Por eso ahora, con el anillo en el dedo, y el sentido de una vida completo, dice que no cambiaría su carrera por nada, como aceptando las cosas tal y como fueron. Y también que quiere retirarse en los Nuggets, que se ve capaz de llegar a los cuarenta.
El analista Rob Mahoney hizo recientemente la cuenta, 240 compañeros le salieron, y que si añadiera dos o tres años más, su caso no tendría parangón en la historia de la NBA, a la que Jeff Green ha podido entrar precisamente por ahí, como su legado principal, por un componente incombustible sin traducción literal al castellano, playability, algo así como jugabilidad en todo equipo y circunstancia. Y sabiendo por lo que pasó, todo esto aumenta su valor, a nivel de una epopeya.
Jeff Green dice que la cicatriz le recuerda dónde está, dónde sigue y adónde ha llegado, y como no hay día que no la vea, no hay día sin recuerdo.
También decía que la edad, y aquellos vacíos del camino, los tropiezos, te hacen valorar mucho más el momento de conquistar algún logro. Que el sabor de ganar, de ganar finalmente, después de tanta vuelta, puede ser inigualable.
- Artículo publicado originalmente en la revista Gigantes de julio, que puedes conseguir aquí
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