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‘La leyenda de LeBron James’: cómo se gestó el éxito de los Lakers, por Andrés Monje

‘La leyenda de LeBron James’: cómo se gestó el éxito de los Lakers, por Andrés Monje

El contenido pertenece al número 1502 de la revista ‘Gigantes del Basket’

La conquista del cuarto campeonato NBA, tras otro ejercicio pleno de liderazgo espiritual y deportivo, reabre viejos debates en lugar de recordar lo imperativo de disfrutar del aquí y ahora de uno de los más grandes deportistas de la historia.

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Agigantar la grandeza de una carrera ya legendaria no es sencillo, pero el cuarto título de campeón para LeBron James, esta vez con los Lakers, le hizo inaugurar una categoría hasta la fecha sin precedentes. James es el primer jugador de la historia que gana al menos un campeonato y es elegido MVP de las Finales con tres franquicias diferentes. En su caso, Heat, Cavs y los propios Lakers.

El ocaso parece aún lejano para un hombre que, cerca de cumplir 36 años y acumulando un volumen de cancha monstruoso en su carrera, representa una de las cimas históricas del juego durante una fase de madurez personal que le convierte no solo en referente sobre la pista, sino también en ejemplo de liderazgo deportivo y en icono social, como punta de lanza en la lucha por fomentar la igualdad de derechos y oportunidades. En ese sentido, su proyecto educativo en Akron (Ohio) sigue siendo una de las muestras más gloriosas de su legado en vida.

La gloria para los Lakers, diez años después de su último anillo y en un 2020 tan demoledor en lo anímico por la repentina pérdida de Kobe Bryant, eleva de paso el valor de un jugador cuyo camino desprende, más allá del escrutinio permanente, lo divino y lo humano de una de las más grandes personalidades deportivas de todos los tiempos.

El simbolismo de una cena

El éxito arranca, a menudo, en sitios inesperados. En momentos que no deberían significar tanto y sin embargo lo hacen. El caso angelino fue uno más. A mediados de junio de 2019 tuvo lugar el segundo gran punto de inflexión reciente para los Lakers –el primero fue la llegada del propio James un año antes-, la confirmación del traspaso con los Pelicans para hacerse con Anthony Davis.

A cambio, un buen botín de rondas de Draft y prácticamente la totalidad de piezas de esplendor futuro, salvo Kyle Kuzma (de más edad que Brandon Ingram y Lonzo Ball… y menor sueldo). Pero la Gerencia, encabezada por Rob Pelinka, lo tuvo claro. Davis era esencial.

Juntar a dos superestrellas de tal calibre debía cambiar radicalmente el rumbo de un equipo que acumulaba seis años consecutivos sin pisar la fase final, la peor racha en la historia de una franquicia no precisamente acostumbrada a estar lejos de los focos: la única vez que los Lakers se perdieron dos veces seguidas los Playoffs fue a mediados de los setenta. Y fueron dos, muy lejos de las seis de la época actual.

Sin embargo, tanto Pelinka -durante muchos años agente de Kobe Bryant- como James -con una carrera ya plagada de experiencias- bien sabían que contar con el talento es solo la primera parte de la historia. Y que para llevarla a un final feliz es necesario establecer química entre esos gigantes deportivos, que deben establecer un vínculo, una conexión real, sobre la cancha. Cuántos candidatos no llegó a frustrar la lucha de egos a lo largo de la historia.

James y Davis compartían agencia de representación (Klutch Sports) pero LeBron prepararía personalmente el escenario para llevarlo a otro nivel. Arrancando el verano, ya confirmado el aterrizaje de Davis en California, James invitó a cenar a su nuevo compañero a uno de sus sitios favoritos en Los Angeles. El Jon & Vinny’s, un restaurante italiano de ambiente íntimo y trato cercano, muy alejado del lujo de otros, servía como punto de partida aquella noche, al oeste de la ciudad, para el futuro de los Lakers.

James era un habitual del lugar, hasta el punto de que el jefe de cocina solía preparar, como guiño a su figura, un plato fuera de carta, una pizza con queso de oveja, cada vez que LeBron se acercaba. Pero aquella noche el protagonista iba a ser Davis. Finalizando la cena, una en apariencia informal, LeBron sacó una tarjeta y se la entregó. “Mi mujer quería que te diese esto”, le dijo.

Davis frunció el ceño, sin llegar a entender lo que pasaba, cuando leyó el mensaje de aquella nota, en la que finalizaba llamándole ‘bro’, un apelativo demasiado cercano considerando que ella y Savannah –la esposa de James- no habían tenido gran trato. Pero aquello era el cebo, un detalle que servía como previa al principal. Primero porque la nota se cerraba firmada con un ‘King James #6’. Nada casual. Y segundo porque mientras Davis leía aquella tarjeta, LeBron hizo una seña a uno de los camareros para que acercase a la mesa otro obsequio.

Era una camiseta de los Lakers, con el #23. Es tuyo, le dijo James. Lo primero que pensó Davis, reconocería después al insider Dave McMenamin, fue que aquello sería una camiseta del propio LeBron, firmada. La inocencia le traicionó, el detalle iba mucho más allá. Cuando quiso dar la vuelta a aquella camiseta, comprobó cómo el 23 iba acompañado por el nombre de Davis. El suyo.

Entonces lo entendió. LeBron decidió en su día llevar el 23 en los Lakers pero sabía que aquel era también el número de Davis, el que había llevado en la universidad (Kentucky) y el que había mantenido toda su carrera NBA (New Orleans). “Fue un momento muy especial”, contaría Davis, que comprendía cómo LeBron le daba la bienvenida de una forma integradora, invitándole a construir el éxito juntos, no haciéndole sentir como su escudero sino como un igual. Es justo lo que buscaba LeBron. Davis aterrizaba sin apenas experiencia en la fase final pero James se encargó de hacerle ver que su sitio no estaba por debajo. Estaba a su lado.

Curiosamente cuando Nike, la marca que representa a ambos, conoció el deseo de cambiar los dorsales, paralizó la iniciativa. Era demasiado tarde considerando la enorme tirada de productos que había lanzado al mercado con el ‘23’ de James, el jugador que más millones de dólares movía en la Liga con sus camisetas. La parte del negocio pararía, al menos en aquel primer momento, el detalle. Pero fue solo de un modo teórico, en la práctica el vínculo se grabaría a fuego en aquel restaurante. La pareja más dominante de la Liga nacería aquella noche.

Cumbre física y mental

Resulta complejo, por no ser algo tangible y a menudo ni a la vista, conocer hasta qué cuota el liderazgo marca el camino colectivo. Pero lo difícilmente debatible es que lo que hace. James predicó con el ejemplo desde el primer día del ‘training camp’ –impactó a Frank Vogel su recuperado compromiso defensivo-, desde el primer entrenamiento en la ‘burbuja’ tras el parón –su forma física y ambición marcó a los compañeros- y cargando sobre su espalda el peso de los suyos cuando hubo que afrontar dificultades. Lo hizo básicamente siempre.

Sobre la pista, desde fuera llega a ser incluso difícil entender tal despliegue atlético, inalterable en el fondo y abrumador en las formas, para un hombre ya camino de los 60.000 minutos de carrera (solo Abdul-Jabbar y Malone acumulan más en la historia de la NBA). James es como un purasangre que nunca envejece. A campo abierto, como una manada de bisontes compuesta por un solo hombre.

Ni siquiera el minucioso control al que somete su cuerpo, en materia nutricional, de entrenamiento y recuperación, lo explica por completo. LeBron gasta en torno a un millón y medio de dólares al año en conseguir que su cuerpo siga siendo la mejor máquina imaginable. Pero con  gastarlo no basta, se requiere una concentración y pulcritud asombrosas para mantener el pico durante tantos años, hasta el punto de preguntarse si en realidad ese pico no acabará nunca.

Pero si en transición es una estampida, a media pista es un superordenador. James ejerce un control absoluto de situaciones de partido, tanto propias como ajenas, lo que le permite entender el juego a un nivel difícilmente alcanzable para el resto. Ve y entiende las cosas antes, las ejecuta mejor.

Porque su rol de generador en los Lakers, en realidad el mismo que ocupó durante toda su carrera solo que sobredimensionado por las circunstancias de la rotación, es el que más y mejor traslada su concepción del baloncesto: es un especialista en crear ventajas desde un prisma colectivo. Es, en el fondo, un molde hiperatlético y salvaje de Magic Johnson, por mucho que sus cifras anotadoras inviten a cuestiones de más apogeo individual.

James acabó liderando a su equipo en las Finales de la NBA, ante Miami, en puntos, rebotes y asistencias, algo que ha conseguido ya antes y que recuerda, una vez más, su impacto a todos los niveles en cancha. Como constructor, gestor o finalizador ofensivo, pero también como factor defensivo multiposicional, paradigma de máxima versatilidad, o de intimidación para lanzar (o culminar) secuencias a campo abierto.

Su acierto en el lanzamiento exterior (2.5 triples por partido en las Finales, por encima del 41% de acierto) constata, para colmo, que su única kryptonita posible ha sido aniquilada a base de trabajo, conocimiento y determinación. Sobre la pista no hay nada que James no domine. No hay, para el rival, escapatoria posible.

Entendiendo cuándo y cómo delegar en sus compañeros, en especial con un Davis al que supo dar espacio para operar y resultar diferencial por beneficio común, la madurez en James, una vez sofocados traumas y errores pasados, expone de forma tan simple como evidente un escenario implacable: es enormemente difícil imaginar a alguien jugar mejor al baloncesto, en toda su expresión coral como deporte, tramos sostenidos y bajo máxima presión, de lo que él lo lleva haciendo diecisiete años seguidos.

Valorar vs confrontar

El éxito atrae, no obstante, juicio masivo. Y en el caso de LeBron eso supone el recurrente regreso del eterno debate sobre el más grande de la historia, uno en el fondo tan imposible de cerrar –por la complejidad de poner en paralelo épocas y baloncestos diferentes- como irresistible de abrir –por la innegable atracción humana por la comparativa y el morbo-. Uno, para colmo, tan sujeto a una carga emocional subjetiva que condiciona toda respuesta.

Sí resultaría necesaria en todo caso, y aunque resulte arduo lograrlo en una época de fuerte polarización y alarmante ausencia de término medio, observar esos debates con la perspectiva histórica que realmente tienen sus protagonistas. Es decir, desligarlos de todo fondo destructivo y no constructivo, alejarlos de la narrativa que pretenda hacer a ciertas leyendas mundanas con el único y perverso fin de aumentar el valor de una sola. Como si el éxito solo tuviera un nombre o una forma de ser alcanzado.

Así en el debate con Michael Jordan, como en todo aquel que incluya igualmente a Kareem Abdul-Jabbar o Bill Russell, por citar tres ejemplos de máxima dimensión, lo único condenable vendría a ser la renuncia voluntaria –por una u otra parte- a valorar lo ajeno, el cerrar los ojos por deseo propio ante cualquier realidad que pueda acontecer y poner en riesgo el predominio de la preferida. Como si hacerlo legitimase un argumento en lugar de significar la pérdida de todos los demás.

Por ello en toda era, especialmente en tramos de confrontación, siempre será interesante apostar por valorar mucho más que enfrentar. Y es que en el fondo uno de los peores defectos humanos sigue siendo, casi inalterable al paso del tiempo, no ser capaz de reconocer la grandeza, la historia con mayúsculas, cuando esta tiene lugar ante sus ojos. Esa incapacidad de rendir homenaje a algo hasta que ya ese acto llega demasiado tarde.

De ese modo, y sea cual sea su escalafón histórico, el lugar de James quizás debiera ser la retina en nuestros ojos y un espacio en nuestra memoria. A salvo. Un impulso sincero por permanecer con ojos y mente abiertos mientras uno de los deportistas más importantes de la historia sigue construyendo su legado.

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Datos en Playoffs

LeBron James, en la historia NBA, durante su carrera en Playoffs:

  • 1º en partidos (260)
  • 1º en victorias (172)
  • 1º en minutos (10811)
  • 1º en puntos (7491)
  • 2º en asistencias (1871)
  • 6º en rebotes (2348)
  • 1º en recuperaciones (445)
  • 11º en tapones (250)
  • 2º en triples (414)
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