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«Los noventa y el irresistible encanto del mal». Por Gonzalo Vázquez

«Los noventa y el irresistible encanto del mal». Por Gonzalo Vázquez

Cuanto más tiempo pasa más aislada y singular resulta la última década del siglo XX en la historia del baloncesto.

Toda generación está encantada de conocerse, es natural. La de los noventa asoma hoy la nostalgia de una era perdida como los militares retirados sus gestas y guerras. Por eso es tan necesaria la distancia. Para desnudar la realidad y legado de toda época, más aún tan compacta y reconocible, tan cruda y aislada de pasado y futuro como fue la década de los noventa en la NBA (y por extensión, en el baloncesto mundial).

Ahora que ha pasado el tiempo sabemos que los noventa fueron un decenio duro y destructivo, un decenio nihilista, hastiado de lo anterior, entre el estilo y su negación, que bajo el resplandor de Michael Jordan se agitaba en un magma bélico que vio la recesión del ataque, la especulación y el rearme defensivo, la prisión del talento y la técnica, la inflación física y una gravísima depresión del juego. De los noventa se recuerda con justicia su colección de figuras y el encanto de la competición, todo lo que sucedía antes de que Jordan ganara, pero cuesta más hacerlo con una realidad que la memoria ha tendido a perdonar. Esa realidad compone un panorama sustentado en unos pocos cimientos que hicieron de la época un tótum revolútum que puso fin a la inocencia, al juego alegre y feliz que durante el transcurso de los ochenta parecía no tener límite. Y sin embargo lo hubo y eso fueron los noventa: un gigantesco freno a toda inercia anterior. Solo hacía falta un puñado de componentes para la tormenta perfecta.

LOS PISTONS Y EL FIN DE FIESTA

Los dorados ochenta terminan de forma abrupta y violenta, como la entrada en la fiesta de una fuerza antidisturbios. Esa unidad existió con el nombre de Detroit Pistons, conocidos como Bad Boys, y el significado real de aquel equipo paramilitar fue acabar con todo y partir la historia en dos. Durante su reinado los Pistons de Daly despliegan el más mortífero baloncesto visto hasta entonces, una amplísima rotación de infantería que exprime los espacios vulnerables en los que nadie había reparado, que sitúa todo el peso en un solo movimiento continuo de cuarenta y ocho minutos de agresión legal al ataque enemigo. Que los Pistons, valdría recordar, defendían hasta atacando.

Parte de la premisa del Jordan Rules, una de las obras más influyentes en la historia de la NBA, insistía en denunciar una estrategia de corte mafioso: la constante cercanía a la falta personal haría bajar necesariamente el listón de la sanción arbitral (no se podía pitar todo). Aquella táctica alevosa devendría muy pronto en norma en el cuadro entero de la liga, como una maniobra generalizada.

Sin embargo, mientras la memoria ha preferido conservar la extremada dureza defensiva y el asalto de los Pistons a un reglamento endeble, no preparado para ellos, se ha desplazado el papel de su abrumador despliegue ofensivo, aquella defensa total como lanzadera del ataque y la armonía más letal que equipo alguno hubiera alcanzado jamás en los dos lados de pista. De otro modo, los Pistons defendían como nadie y al mismo tiempo la calidad de su ataque no tenía nada que envidiar a ningún precedente.

El indudable éxito de aquel modelo –dos títulos que cerca estuvieron de tres– corrió a ser imitado. Pero a falta de un talento y coreografía similares, la copia fue tergiversada, se hizo parcial y equívocamente, se hizo mal. Así la imitación derivó en réplicas torpes y groseras, modelos muy bastos de emulación por contactos de fuerza y congestión por zonas sin que nadie entendiera que no se podía emular aquello por mero influjo muscular sin una paralela ventilación táctica en ataque.

Este fue el motivo de que la NBA diera entonces en una paradoja, santo y seña de la década: que mientras la defensa debiera haber sido el pilar de creación ofensiva, como hizo Detroit, se asumió principalmente como destrucción obsesiva del juego rival. La llegada de Pat Riley a Nueva York hizo al Este abanderar este movimiento destructivo de duelos de anotación a la baja, auténticas batallas de especulación y competencia feroz. Y como daba resultado, el modelo se extendió rápidamente por toda la liga. En el baloncesto de élite la defensa obtuvo siempre premio. Pero al término de la primera trilogía de los Bulls se inició un proceso sin precedentes que iba a terminar rompiendo el fino equilibrio habido siempre entre defensa y ataque. De esta ruptura beberían no pocos equipos que se acercaron a la meta por una especial concentración en el universo defensivo.

LA CRISIS ANOTADORA

Basta elegir cualquier año de la década anterior. En 1987, por ejemplo, todos los equipos de la NBA promediaban más de 103 puntos por partido; doce de ellos lo hacían por encima de los 110 y cuatro, de los 116. En apenas siete años aquella burbuja anotadora iba a saltar por los aires. En 1994 ninguno alcanza ya los 109 y el grupo de quienes no apuraba los cien iría creciendo a gran velocidad. En apenas un lustro 28 de 29 equipos se sitúan bajo el centenar, 26 de 29 bajo los 95 puntos y un total de nueve equipos bajo los 90.

La última temporada de los ochenta, la que pisa ya la siguiente década, promedia 107 puntos y un centenar de posesiones por equipo. Nueve años después, los equipos descienden hasta los 94.8 arrancados pesadamente en torno a noventa posesiones. Es decir, por el camino se pierden 26 puntos, unas veinte posesiones, una decena de asistencias y casi cuatro puntos porcentuales de acierto. En las entrañas de aquel periodo los 24 segundos de posesión llegaron a estirarse, como una ilusión óptica muy real, en los 30 segundos del baloncesto FIBA. En Europa el baloncesto sufrió este mismo proceso pero impuesto desde la autoridad de la banda, un fenómeno que traducir en una batalla de entrenadores más que de jugadores, un magma de ínfulas y pizarras de acero que terminó por olvidar lo más importante del espectáculo, los ojos que lo observan.

Como resultado, los años noventa sufren la mayor deflación anotadora desde el establecimiento del reloj de posesión en 1954. Para que algo así ocurriera tenía que agitarse bajo los números un proceso subterráneo y mayor, una infección del baloncesto de la raíz a los huesos que lo hizo regresar al neolítico por una congestión del juego.

En términos nada metafóricos los noventa pudieron dar inicio en 1993, con la primera retirada de Jordan, o bien el verano anterior, con el exceso del Dream Team como un espléndido premio que el baloncesto se dio a sí mismo tras un siglo de vida. El proceso que arranca entonces es en rigor lo que conocemos como años noventa, que no terminarían hasta bien entrado el nuevo siglo, hasta la irrupción de los Suns de Nash y D’Antoni, el equipo que mejor supo aprovechar la obra de ingeniería acometida por la cúpula de la liga, el ‘Comité Colangelo’, forzado a una urgente reforma del reglamento para sanar un cuerpo enfermo. Por eso los noventa trascendieron a su tiempo y todo cuanto ocurrió en los primeros dos mil se inscribía hasta los tuétanos en el tablero de juego diseñado en la década anterior.

Pocos ejemplos lo reflejan mejor que lo ocurrido con los Knicks de Van Gundy. Aquel equipo hizo historia al recibir menos de cien puntos en 33 partidos consecutivos (dos meses y medio de competición), superando la anterior marca de 28, obra de Fort Wayne en 1955. El resultado de aquella serie fue de 21-12 sin perder dos veces seguidas. Prensa y analistas se deshicieron en elogios porque coronaba el mensaje absorbido por todos los cuadros técnicos de la NBA. Esos mismos Knicks se iban a quedar en 67 puntos en plenas finales, como los Jazz se ahogaron en 54 el año anterior. Hacía tiempo que esos marcadores habían dejado de ser excepcionales.

El joven Van Gundy no era más que un pupilo de Pat Riley, de sus enseñanzas y la consagración de una era de especulación salvaje donde la defensa sería como nunca la madre de toda victoria. Riley impuso una norma en su vestuario llamada no lay-up rule, según la cual era preferible agredir a un rival antes que conceder una bandeja. Si ese rival terminaba en el suelo ningún jugador le cedería la mano para levantarse bajo pena de multa. Una época se explica por los grandes y pequeños detalles.

LAS FINALES DE 1994

Al adiós de Jordan el nuevo panorama se desata y culmina en unas series finales para las que no había precedente en fondo y forma. Nada define mejor el nuevo espíritu que aquella eliminatoria por el trono entre Rockets y Knicks. Previamente la postemporada reflejaba ya sin tapujos que la clave del avance no incidía tanto en el juego ofensivo como en la prevalencia destructiva del juego rival.

Siete partidos como si hubieran sido once, siete feroces duelos al choque y desgaste como una primera prueba de que el plano defensivo había tomado el mando. Por primera vez ningún equipo alcanzó el centenar de puntos y solo la competencia –ninguna ventaja en doble dígito– y la respuesta a cada derrota, salvaron por emoción el conjunto de una eliminatoria en un 41% de acierto al tiro y cerca de doscientas pérdidas de balón.

La serie dejó en cueros un escenario cuyo eje había desplazado como nunca antes la creación ofensiva, una realidad que el esplendor de los Bulls había ocultado bajo la alfombra. Una vez que Jordan desapareció, ya fue imposible hacerlo. David Stern declaró entonces que la ausencia del mito desembocaría en un periodo de transición, en un asalto abierto para nuevos e inesperados campeones. Stern se equivocaba. La ausencia de Jordan fue breve, pero esa transición de dos años fue justamente aprovechada por el mejor equipo de la liga. Los dos títulos de los Rockets lo fueron en justicia por bloque, resistencia y equilibrio, además del liderazgo de quien perfectamente pudo ser el segundo mejor jugador de la década: Hakeem Olajuwon.

SHAQ Y LA ERA ATÓMICA

Con esa solidaridad propia de los fenómenos que convergen en toda época, en 1992 haría su entrada en la NBA un joven de nombre Shaquille O’Neal, el jugador más fuerte de la historia cuya autoridad agravará el proceso de forma irreversible.

Desde finales de los setenta y el establecimiento del triple, la NBA había dejado de gravitar sobre los aledaños del aro en un proceso lento y gradual que haría del perímetro el nuevo comercio del juego. Por sí sola, la llegada de Shaq no puso fin a esto, no cuando la figura del pívot revivió entonces un esplendor en cinco monstruos juntos: Shaq, Olajuwon, Robinson, Ewing y Mourning. Pero sí resultó el estímulo decisivo para derramar sobre la flora y fauna del juego una configuración táctica que en lugar de oponerse abiertamente, concentró sus esfuerzos en detenerlo en su propio hábitat interior, donde no había rival posible. Shaq no podía ser copiado, pero sí sus maniobras de empuje y fuerza bruta. A finales de la década el contacto de presión al posteo interior de espaldas fue prohibido –y su molde más allá de los 5 segundos– alegándose como ejemplo a tres jugadores: Shaquille O’Neal, Karl Malone y Charles Barkley.

Shaq tardó poco en alcanzar las series finales. Sus jóvenes Magic fueron la siguiente resistencia al dominio de los Rockets, y la ecuación quedó grabada a fuego en el resto de equipos: desplazando la variable de circulación periférica del balón, se opuso músculo al músculo y el proceso se extendió desde el interior (Carr, West, Thorpe, Mutombo, Willis, Oakley, Malone, Green, Kemp, Mason, Ostertagg, McDyess, Fortson, los Davis y aguardaba Wallace) a todas las posiciones del juego, haciendo de los exteriores perfiles de contención y corto recorrido. Como apoyo a la fuerza interior, esos jugadores abandonaron su papel marginal de especialistas y adquirieron un valor altísimo. Sin grandes virtudes técnicas, contribuían a esa prevalencia ultradefensiva que saturaba los ataques en espacios pequeños donde no había lugar al pase. El maltrato generalizado al balón se convierte en la primera y más visible apariencia del juego, que va perdiendo circulación y ritmo conforme avanza la década.

LA TRINCHERA MUSCULAR

Así la masa media del juego quedó definitivamente afectada por el proceso. En lugar de exprimir la rica versatilidad ofensiva de las nuevas potencias abiertas, tallas muy superiores al molde de su posición, de Penny Hardaway a Kevin Garnett, se obligó al jugador medio a sumarse al carro de destrucción del juego rival dejando a un lado el trabajo individual de creación.

La física de fuerza pasó a ocupar el primer plano que anteriormente ocupaba el fundamento técnico básico, de manera que interiores roca como Anthony Mason, P.J. Brown, Charles Oakley, Rony Seikaly, Derrick McKey, Andrew Lang, Mark West, Tony Massenburg, Rodney Rogers o Bo Outlaw, resultaban mucho más pragmáticos que virtuosos como Vin Baker. Se precisaba un tipo de jugador panzer de rol específico, monolítico y resistente en defensa que pudiera sobrevivir en aquel cuadrilátero de destrucción masiva. Ese jugador es de hecho el fenotipo de aquel periodo. Si en mitad de los años ochenta el centro exacto del jugador NBA pudo venir representado por las correctas cualidades ofensivas de Mike O’Koren, los noventa dieron en un género muscular y defensivo del tipo Derek Strong.

Invitaría al espectador a revisar el juego de entonces, en las profundidades de la década, y reconocer a primera vista la atrofia espacial que lo asfixiaba todo. En lugar de estirarse los ataques por una circulación abierta, los posicionales caían atascados en zonas saturadas de músculo y contactos sin que los pases aliviaran nada. Las mayores dosis de espaciado se producían por la insistencia de los aclarados, como muchos técnicos hijos de aquel entonces denunciaron después, “mientras cuatro jugadores se quedaban mirando”.

Que los números de ataque corrieran a hundirse no era más que el reflejo estadístico de otra enorme pérdida: la fluidez de juego.

MICHAEL JORDAN (Y LOS BULLS)

Sobre toda aquella realidad se impuso un nombre con una fuerza desmedida, casi total. El dominio de Michael Jordan a la década pudo ser equivalente al impuesto por Bill Russell en los años sesenta, algo impensable para un tiempo que supuestamente no lo permitía y una liga que había triplicado su número de equipos y dificultades. Entre 1990 y 1999, nueve temporadas, Jordan disputaría completas un total de seis sin perder una sola vez. La única derrota del mito tendría lugar a su regreso, en la temporada de 1995, que disputó en su mitad tras casi dos años fuera de las pistas.

En febrero de 1998 se disputó el All Star Game en Nueva York. Para entonces circulaban fundados rumores de que Jordan se retiraría al término de la temporada. Jordan fue declarado el MVP de la noche, y antes de entregarle el trofeo, David Stern se tomó unos segundos para bromear al micrófono. Que no se lo daría, dijo, si no prometía allí mismo estar presente al año siguiente. Nadie en el mundo tenía un conocimiento más preciso de lo que supondría perder a Jordan, su gallina de los huevos de oro. El curso terminó, los Bulls ganaron por sexta vez antes de romperse del todo y Jordan decir adiós.

Su marcha era un problema irresoluble, agravado además por un cierre patronal que vino a afear el cierre de la década. Sin Jordan el baloncesto NBA se descabezaba en mil posibles herederos que en realidad eran ninguno. En plena huelga Stern declaró: “No sabemos lo que viene ahora y no puedo decir esto sin una cierta preocupación”. Y añadió lo que debía: “Pero la NBA sobrevivirá sin él como lo hizo antes y estoy seguro que surgirán nuevos jugadores que llenarán su vacío”. En realidad la primera declaración era la importante, la confesión de una gran incertidumbre.

Más allá de perder al icono de la NBA era hacerlo con un patrón de vida, con el único y mayor exponente de la gran liga a ojos del mundo. Jordan capitalizó la entera escena NBA como tal vez nadie jamás, lo hizo hasta aquel último minuto y medio de otra galaxia en Utah. Jordan era Jordan, los Bulls y la propia NBA, como había ocurrido con Magic y Bird, Lakers y Celtics la década anterior pero ahora en un escenario más moderno, complejo y depredador. Su sola supervivencia en esplendor bastó para neutralizar cualquier problemática derivada del juego. De manera que Stern decía la verdad. A finales de la década, sin el mito ya por medio, su preocupación era cierta.

En los noventa no hubo rivalidad porque Jordan no lo permitió. En su pleno de finales no solo liquidó a Lakers, Blazers, Suns, Sonics y Jazz. Lo hizo con todos aquellos a quienes no permitió acceder a aquel peldaño de competición y quedaron a medio camino. Igual que Shaq motivó una destrucción generalizada, el auténtico genocida del talento emergente en aquella década no fue otro que Michael Jordan.

LA ERA ‘IN YOUR FACE’

A finales de 1991 los creativos de la NBC, sucesora de la CBS por más de seiscientos millones de dólares, decidieron sellar su principal espacio resumen con un nuevo formato, llamado Top Ten, una composición de imágenes que ordenaba en sentido ascendente las diez mejores jugadas de la semana. De gran frescura y atractivo, el Top Ten adquirió pronto una relevancia muy superior a la esperada, toda una iconografía que fue absorbida por el resto del mundo del deporte. Era un producto compacto y radiante, un potente cebo a la audiencia que reducía el largometraje del baloncesto a sus picos o highlights, un néctar audiovisual irresistible y de gran poder comercial, como Stern deseaba.

Ahora bien, era inevitable que los nuevos tiempos ejercieran un influjo decisivo en la dirección de aquello que debía ser exhibido. En la selección de imágenes no primaría un baloncesto coral y elaborado, sino todo lo contrario. El régimen estético que el Top Ten vino a subrayar quedaba exactamente representado en lo que O’Neal simbolizaba: el mate destructor, la lógica de la agresión y la selección de lo violento, una suplantación del juego por sus expresiones extremas. El erotismo de los años ochenta dio así paso al porno, un modus violento y abusivo sin concesiones sutiles, un vaciado técnico en favor de la fuerza bruta que, en ausencia de Jordan y la necesidad de imágenes de impacto, alcanzó entonces su máxima expresión.

Solo hacía falta una generación dispuesta para que aquello funcionara. Shawn Kemp, Jerome Kersey, Gerald Wilkins, aún Dominique Wilkins, Kenny Walker, Dee Brown, Harold Miner, Ron Harper, Isaiah Rider, Latrell Sprewell, Scottie Pippen, Robert Horry, Grant Hill, Michael Finley, Kendall Gill, Brent Barry, Blue Edwards, Doug West, Tim Perry, Willie Anderson, Sean Elliott, Richard Dumas o Tom Hammonds simbolizan entonces, en conjunto, una generación multiforme cuyo denominador común pasa por la liberación de las facultades atléticas en acciones terminales de resolución individual.

En el juego la culminación más concreta y visible de ese género de acción agresiva lo representa el mate consumado sobre férreos marcajes –Traffic Jam– al que sucede una parafernalia gestual que obedece al más sanguíneo revanchismo –Acting Out. Este tipo de conducta que pronto se generaliza en la fauna matadora adoptará una expresión acertadísima: In your face. La satisfacción del mate consumado sobre el defensor adquiere entonces la forma más pura del sadismo en la dominación y lo humillante. Todo iría, pues, de la mano.

Ese patrón de conducta se funde en una trama de juego marcada por la dureza de los marcajes, la militarización de la zona y la necesidad de autoafirmación. Todas estas fuerzas liberadas provocan, como era de esperar, un notable repunte de la violencia y así el ecuador de la década desata el mayor número de altercados en pista desde finales de los setenta. Un ejemplo perfecto del guion lo recoge una batalla campal en Atlanta durante la primera ronda de los playoffs de 1994 entre Hawks y Heat; todo se desata por el rito gestual, tras canasta, de Duane Ferrell sobre Grant Long. Había ocurrido lo mismo entre Suns y Knicks, y entre estos y los Bulls con David Stern en la grada, y en la posterior rivalidad de maneras carcelarias entre Knicks y Heat. Toda aquella expansión de las pulsiones violentas obligaría a Stern a un primer paquete de medidas que en esencia se extiende hasta nuestros días. Nace la técnica por taunting y pasan a sancionarse las salidas de los banquillos de jugadores no involucrados en pista.

Otras nuevas aristas agravan el proceso cuando en la segunda mitad de la década acceden a la escena profesional más jugadores de instituto que en los cincuenta años anteriores. Cuando la memoria recuerda la excepción de Bryant o Garnett, la realidad bajo ellos era de mucho mayor calado: el ciclo universitario que cumplía en los jugadores un rito iniciático previo a la NBA desaparece, el draft responde ya a un mercado mundial al que acceden chiquillos y jugadores extranjeros, y en suma, aquel proceso de infantilización terminará una década después en una de las medidas impuestas por Stern por la pelea del Palace, el colofón a un fenómeno que había crecido sin freno una década atrás. Por eso hoy la NBA parece un jardín de infancia, porque previamente hubo un tiempo dominado por el baloncesto genital.

Y SIN EMBARGO, EL ENCANTO

Pese a todo lo antedicho los noventa no ven reducirse el talento y sobre todo, la competición. Aun en aquellas condiciones o tal vez gracias a ellas, aquella década contempla escenarios de colisión de fuerzas como no había visto la NBA. Esto es, de hecho, lo que la memoria colectiva mejor conserva de aquella década. A fin de cuentas, la que recoge lo mejor en la biografía de Michael Jordan, una colección de momentos de gloria suficiente para llenar la década de oro y brillantes. Pero bajo su dominio, los noventa dieron episodios inolvidables que irónicamente arrancaron en la agonía de sus autores, los Pistons, y su vengadora salida a vestuarios en el momento de ser suplantados por los Bulls (4-0) al término de las finales del Este de 1991.

Por lo demás, la oleada de talento, aspirantes, epopeyas y experimentos frustrados se extendería hasta el cambio de siglo. La muerte de los Pistons, los Blazers que no podrían, como los Suns de Barkley, el Run TMC de los Warriors, el genio de Penny Hardaway, el mate de John Starks, los Sonics del 94, el prematuro adiós y posterior regreso de Magic Johnson, el beso de la muerte de Mario Elie, los tiros libres de Nick Anderson, el primer regreso de Jordan, el mate de Kevin Johnson, el papado de Phil Jackson, el juego de pies de Olajuwon, Clyde Drexler, Stockton y Malone, Payton y Kemp, o sea los Sonics, Mark Price, Chris Mullin, Drazen Petrovic, Dennis Rodman, Larry Johnson y Alonzo Mourning, Glen Rice, Tim Hardaway, Chris Webber, Kevin Garnett, Jason Kidd, Reggie Miller y los Knicks, el cuádruple doble de David Robinson, el año de Pippen sin Jordan y la canasta de Kukoc, el sueño de Grant Hill, la muerte de Reggie Lewis y el derribo del Garden, el cross de Iverson a Jordan, la canasta de Rex Chapman, la canasta de Steve Kerr, la rivalidad Knicks-Heat, el incidente Sprewell, el dedo de Mutombo, la formación de los nuevos Lakers dominantes, el desafío de Kobe a Michael Jordan en el All Star del 98, Bulls y Jazz, The Last Shot, el cierre patronal y la deplorable temporada de los cincuenta partidos, a la que solo agradecer la irrupción de Jason Williams y Vince Carter, nacidos para el Top Ten, el primer título de Popovich y Duncan, y en definitiva, un mausoleo de milagros y memorias digno de la mejor NBA de siempre.

Porque una cosa es la pesada densidad del aire, la descripción simbólica de lo ocurrido, y otra, la intensidad en la competición y el factor sorpresa, la imparable reproducción del talento y los grandes momentos que en cualquier época y circunstancia situaron a la NBA como estandarte del espectáculo de cualquier competición deportiva en el mundo. Y los noventa no fueron una excepción.

 

 

 

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