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Memorias de “La Nevera”: más que un pabellón, una escuela de ba-lon-ces-to

Memorias de “La Nevera”: más que un pabellón, una escuela de ba-lon-ces-to

El derrumbamiento del techo de La Nevera por la acumulación de nieve del temporal Filomena refrescó recuerdos y azuzó la nostalgia de este emblemática cancha del Ramiro de Maeztu.

Cuando uno entra en el instituto Ramiro de Maeztu, lo primero que percibe es el orgullo de pertenencia. Un orgullo así no tiene por qué ser bueno, pero si eres de los que perteneces lo llevas mejor. El Ramiro de Maeztu, o al menos el Ramiro de Maeztu que yo conocí en los primeros 90, cuando las Copas del Rey y la Final Four en Estambul, era un festival de baloncesto. Era baloncesto el día y la noche; en interior y en exterior; en mini y en 3.05. Era BA-LON-CES-TO, era Brooklyn en versión barrio de Salamanca. Y el gran símbolo de ese festival, el cabeza de cartel, era esa construcción ya por entonces destartalada y llena de pájaros por el techo que llamaban “La Nevera”.

“La Nevera” tenía la magia de lo cotidiano. Por supuesto estaba el Polideportivo Antonio Magariños -de ahora en adelante, “El Magata”- pero eso imponía un cierto respeto. Demasiado cerca quedaban los mates de David Russell y Carlos Montes, las primeras chilabas enloquecidas del Gavioto o Jomeini. Además, en el Magata era imposible colarte. O tenías clase de gimnasia o pertenecías a algún equipo de cantera o te tenías que olvidar. Lo más que podías aspirar era a bajar las escaleras y meterte en “la piscina”, que, por supuesto, no era una piscina sino otra cancha de baloncesto, algo más reducida.

El encanto de “La Nevera”, ya digo, era su triple condición de recinto histórico para el Estudiantes, que jugó ahí sus partidos desde 1957 hasta 1971; de patio de recreo donde cualquiera podía meterse a jugar o a comer pipas y tirar fichas cuando llovía… y de lugar de encuentro con otra gente de otros colegios y otros equipos. En “La Nevera” podía jugar cualquiera y eso era lo que la hacía especial. Se habla mucho estos días de su vinculación con el Estudiantes, pero no sería del todo justo limitarlo a eso: “La Nevera” era un símbolo del baloncesto de Madrid, donde en cualquier momento te podías acercar y compartir aro con otros veinte chavales y otros cuatro partidos, como en todo patio de colegio.

La importancia del derrumbamiento de esta emblemática cancha no hay que buscarla en lo que afecta al Estudiantes. Ahí puede que se esté cometiendo un error. “El recinto donde entrenaba la cantera”. Sí, claro. La cantera del Estudiantes es tan grande que entrena un poco donde puede, pero “La Nevera” no era diferente por eso. Era el símbolo de una época pasada, no necesariamente más gloriosa, simplemente distinta, menos profesional, más divertida. La Nevera era “la claque” y sus canciones con traje y corbata. Era una escuela de aprendizaje de baloncesto. Eso era lo que la diferenciaba de los demás sitios. Un lugar de encuentro entre amateurs convencidos y aspirantes a profesionales.

No, “La Nevera” no era sin más un centro de entrenamiento. Eso es simplificar su importancia. Si así fuera, se construiría otro y punto. Sin sentimentalismos. La caída de “La Nevera” es la caída de una época y la caída de un símbolo común. Para los del Estudiantes, los del Madrid, los del Barça y los del Baskonia. Para los madrileños y para cualquiera que estuviera de paso. Un recinto que tiene importancia más allá de su pasado, que es un recreo constante. Más que un pabellón, una escuela, con todos sus matices.

Las reliquias del “campo nuevo”

Todos recordamos la casa de nuestros abuelos. Todos hemos sido felices en casa de nuestros abuelos y no nos hemos sentido juzgados. “La Nevera” era eso, la casa de los abuelos de varias generaciones. Con sus propias historietas, por supuesto. De entrada, el apodo. Una de las cosas que llamaban la atención cuando tenías quince años y entrabas en aquel pabellón era que no hacía tanto frío. Estaba mal cerrado, en invierno se hacía duro y no estaba de más entrar con el “plumas” puesto. Pero no era una “nevera”, ni mucho menos. No si estabas acostumbrado a jugar en liga municipal los sábados a las 9 en cualquier descampado. Desconocíamos entonces que el origen del término no estaba en ese pabellón como tal sino en su localización. “La Nevera” empezó siendo el “campo nuevo” allá por 1957 y sí, tenía algo parecido a gradas, pero no tenía techo y el aire de la sierra soplaba que daba gusto por ahí. Así fue hasta 1966, los primeros años de gloria del Estudiantes, los de la Copa de San Sebastián de 1963 y los dos subcampeonatos de liga, los de Antonio Díaz-Miguel, Vicente y Juan Ramón Ramos, Aíto García Reneses, Juan Martínez Arroyo, José Luis y Gonzalo Sagi-Vela…

El techado de 1966, en el fondo lo que hicieron fue calmar la temperatura de aquella pista en las escasas cuatro temporadas que llevaron a la apertura del Magata. En la Nevera techada perdió una liga el Madrid y si se recuerda tanto es porque fue la única que perdió en dieciocho años. La siguiente la perdería también ante Aíto García Reneses, en 1978, esta vez con el alero como entrenador del Cotonificio de Badalona. En la Nevera techada, anotó 50 puntos José Luis Sagi-Vela, cifra que después solo igualaría David Russell, ya entrados los ochenta. En la Nevera techada le quisieron tirar pesetas a Vicente Ramos por irse al Madrid hasta que llegó Pablo Bergia y le dio un abrazo para calmar los ánimos.

Todo eso, en los noventa, nos pillaba lejos. El Estudiantes es un club que cuida muy mal su historia y hasta cierto punto es normal que su historia se acabe derrumbando, casi como un correlato de la situación actual del club. En el Ramiro no era fácil encontrar recuerdos de todas esas piezas clave del baloncesto español, los que constituyen buena parte de su espina dorsal. En el Ramiro lo que existía era un continuo presente y el presente era Danko Cvjeticanin anotando 25 triples seguidos en un recreo o Nacho Azofra buscando equipo para una pachanga o Alberto Herreros y Rickie Winslow con la mirada perdida antes de una sesión de entrenamiento en el gimnasio. Carlos Braña ganando él solo los tres contra tres en zapatos y sin moverse de la línea de triple para no lesionarse. En la grada, de vez en cuando, viendo algún entrenamiento de algún canterano, Pepu Hernández.

El hilo conductor de décadas de baloncesto

Díaz-Miguel, Aíto, Pepu Hernández. Ya están tres de las cuatro patas del baloncesto español. La cuarta sería, obviamente, Sergio Scariolo, que quizá hubiera pisado antes La Nevera si hubiera conocido antes a Blanca Ares, cuando jugaba en el BEX y entrenaba en el Ramiro. Del Estudiantes se puede decir a menudo y con desdén que se cree el ombligo del baloncesto español, pero es que la lista de nombres parece no acabar nunca. En “La Nevera” jugaron Felipe Reyes y el “Chacho” Rodríguez a finales de los 90 y principios de los 2000. En” La Nevera” jugaron Carlos Suárez, Darío Brizuela, Jaime Fernández o Juancho Hernangómez. Estos tres últimos colaboraron activamente en la consecución del último Mundial para la Selección española, como lo hicieron Javi Beirán (“canterano” compartido con el Real Madrid) y Quino Colom o Xavi Rabaseda, que también vistieron la camiseta estudiantil en algún momento de su carrera.

Que la Nevera es un símbolo del Estudiantes, un símbolo de las raíces del baloncesto y a la vez de la charla del recreo con bocadillo de Geni, lo representa a la perfección el hecho de que cuando la mayoría de aficionados del Estudiantes decidieron escindirse del foro oficial de la página web del club, fundaron uno paralelo llamado precisamente “La Nevera”. Porque sí, en “La Nevera” te diviertes, juegas, pasas el rato con desconocidos, a veces estás en un equipo y a veces estás en otro… Ahora que el Ramiro de Maeztu se ha convertido en una especie de nuevo Nuestra Señora del Pilar (por sus aulas pasaron el presidente del gobierno, la reina de España y el candidato socialista a la alcaldía), el ombliguismo ramirense puede estar más justificado que nunca… y ese orgullo pasará siempre por “La Nevera”.

A su vez, no es complicado establecer un simbolismo claro, que ya he mencionado antes, entre el derrumbe del edificio emblemático del Estudiantes y la situación del propio club. Como si todo lo viejo estuviera destinado a renovarse o morir. Hace tiempo que el instituto no es lo que era: demasiadas verjas cerradas, demasiado orden. Hace tiempo que el club roza el estado de catástrofe y en cualquier momento llega una buena nevada y termina de echarlo todo abajo. Si lo llevamos más allá, tampoco es difícil ver la similitud entre el techo derruido de La Nevera y la situación del baloncesto profesional en nuestro país, ese cúmulo de impagos y ausencia competitiva.

Los chicos que soñaban con jugar la Euroliga

Las verjas del instituto no sólo impiden a los chavales salir a cualquier hora a comprarse una palmera de chocolate. También impiden que los otros chavales entren y compartan. Que se repartan por las distintas canchas y se junten inopinadamente para cualquier “rey de la pista” o cualquier “21”. Puede que en los últimos años, “La Nevera” ya hubiera dejado de ser el símbolo que yo mencionaba antes. El símbolo del baloncesto callejero pero bajo techo ambiguo. Tiempos del NBA 2K y streamings en Twitch. Quizá, igual que yo no me interesaba por el pasado del Estudiantes en los noventa, las nuevas generaciones no se interesen por mi propio pasado. Puede que, al fin y al cabo, para ellos “La Nevera” no tenga ningún recuerdo mínimamente identificable, más allá de algún documental mal editado en la página de Televisión Española.

Cuando pude hablar con Emilio Segura poco antes de su muerte para mi libro “Historia de una rivalidad”, el hombre que quitó a Ferrándiz aquella liga del 67 seguía lamentándose de que no hubiera imágenes de su robo de balón y su canasta, aunque el partido se hubiera televisado. Se borraron, supongo. La épica de “La Nevera” también se borrará con el tiempo, como la del bar del barrio cuando cierra. Preparando ese mismo libro, tuve la oportunidad de hablar con José Miguel Antúnez, exjugador internacional de Estudiantes y Real Madrid y actual comentarista de Mediaset. Para ejemplificar emocionado el sufrimiento que supuso para él que le alejaran de su juventud al pasar de un equipo a otro, decía: “Me pasé más de quince años sin pisar La Nevera”.

“Pisar La Nevera”. Al final, todo se reduce a esto. Como el que pisa un templo. Ahí, el simulacro y la realidad se daban la mano. Podías tener clase de gimnasia la mañana después de que el Partizán de Belgrado le ganara la Copa de Europa al Joventut y repetir la jugada de Djordjevic quince veces hasta que te saliera. Y entonces, sí, mirar las gradas, el techo, imaginarte en Estambul saliendo campeón, imaginarte en el Estudiantes algún día, imaginarte, en definitiva, un eslabón en la línea histórica del baloncesto español. El chico que soñaba con ser Alberto Herreros. Eso, exactamente, es lo que ha truncado la nieve: más que un edificio, un sueño. Malos tiempos para la lírica.

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