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‘Oscar Robertson y la dignidad’ por Gonzalo Vázquez

‘Oscar Robertson y la dignidad’ por Gonzalo Vázquez

La NBA de hoy debe tanto a Oscar Robertson que el mercado de la agencia libre debiera llevar su nombre

En un primer contacto, cuando la editorial le propuso una biografía a Oscar Robertson, su reacción fue de sorpresa, de dudar que fuera digno de ella. “Mi vida ha sido aburrida –repuso de frente–. Me casé y he tenido una existencia normal”. El hombre identificaba esos libros con las películas de acción, cuando en realidad la suya lo había sido, y más rica y valiosa que la inmensa mayoría de jugadores habidos.

Un negro que nace en 1938 en un pueblecito de Tennessee y se cría desde los cuatro años en el suburbio más segregado de Indianápolis, ni siquiera habría necesitado el estrellato para merecerla. En esas circunstancias la vida troca en novela de Dickens. Y aún más cuando su genealogía hunde sus raíces en la América esclavista y cuando su bisabuelo, Marshall Collier, se despedía en 1954 con 116 años como el hombre más viejo de los Estados Unidos habiéndolo vivido todo.

Oscar aprendió a jugar al baloncesto porque en el vecindario, más pobre que el barro, los chiquillos solo alcanzaban a atar trapos apelotonados para jugar con un cesto imaginario en las ramas del árbol frente a su casa. Cuando un vecino se hizo un día con una pelota de tenis, se sintieron ricos. Sirva este detalle para recordar la gestación del más brillante lanzador a una sola mano en toda la historia. Y no sería hasta una Navidad que su madre, asistenta para una familia blanca, uno de cuyos hijos había descartado un balón, le hizo el regalo de su vida.

Oscar contaba once años y ya no lo abandonaría hasta hacerse profesional. Del divorcio de sus padres los hijos ni sabrían hasta años más tarde, dado que el matrimonio seguiría conviviendo y compartiendo el mismo lecho porque no había opción a más domicilios. El padre sumaba tres trabajos, solo aparecía de noche para desplomarse agotado y así el amor se hacía imposible. Antes de recaer en la otra cara, de igual valor que su legado deportivo, siempre habrá que recordar este. Como un deber con uno de los más grandes.

En 1955, al año siguiente del milagro de Hoosiers, el jovencito Robertson lideraba al primer equipo campeón estatal de instituto formado únicamente por estudiantes de raza negra. No había precedente en todo el país. Oscar cerró la final con 30 puntos y el equipo (31-1) solo caería, y por un punto, en una pista mojada. Al año siguiente su instituto repetiría título, firmando esta vez un rotundo 31-0 y siendo el primer equipo en terminar imbatido en el estado de Indiana en casi medio siglo de competición. En aquellos dos años llegaron a encadenar un récord de 45 victorias seguidas.

Aquella lejana gloria del instituto Crispus Attucks forma parte del paginado histórico más olvidado de los duros años de integración. Porque coincidiendo con Jackie Robinson, Joe Louis y los Globs, solo esa cuarta pata desaparece del recuerdo. En pista, eran tan limpios, disciplinados y brillantes que su dominio incluso favoreció la integración, dentro del implacable nicho de Indiana, cuando el resto de centros se vio en la necesidad de reclutar jugadores negros. No habría sido posible sin la presencia de un entrenador, Ray Crowe, a quien bastaría definir por el cuidado que tendría siempre en que sus chicos tuvieran, al menos, garantizado comer. Porque no siempre lo estaba.

El director del centro, Alonzo Watford, se adelantaba unos días en los viajes a localidades difíciles para evitar problemas. O que todo quedara en insultos y algunos objetos arrojados a pista. A menudo creían jugar ante siete rivales: los otros cinco y los dos árbitros, cuyo comité principal prohibía ejercer a la presencia de jugadores negros, quedando los partidos en manos de colegiados locales. No sin antes malcomer aprisa en el autobús porque nadie los servía. Para entrenar, debían aguardar en las entrañas del pequeño Butler a que otros equipos blancos, de inferior categoría, abandonaran el recinto. La celebración pública por el título en el habitual Monument Circle ni se contemplaba. Habrían molestado a los conciudadanos blancos. El autobús llevó a los campeones de vuelta al gueto. “No nos quieren”, sollozó Oscar a su padre al llegar a casa. Al menos podría comer por primera vez en un restaurante. Tenía 17 años.

Elegir Cincinnati entre las 75 ofertas universitarias que recibió tampoco iba a cambiar el mundo. Oscar sería el primer jugador afroamericano en sus filas. Con topes de 56 y 62 puntos, nadie anotaría más puntos que él en tres cursos a razón de 33.8 y 15.2 rebotes para un registro total de 79-9 y dos visitas a la Final Four.

En los viajes al Medio Oeste, para dormir, lo aislaban del equipo ocupando algún camastro de un colegio mayor porque en los hoteles no podía entrar. En la víspera del Dixie Classic de 1959 a disputar en Raleigh (Carolina del Norte), recibió un telegrama firmado por el Ku Klux Klan que lo amenazaba de muerte si se le ocurría jugar. Por supuesto jugó. Se había acostumbrado a convivir con el terror, aunque a veces lo pusieran difícil. A la visita a Texas Southern la hostilidad fue de tal virulencia que era imposible no temer por la vida. Esto le hizo concebir la idea de enrolarse en los Globetrotters, una excepción de mayor seguridad que incluso veía como una fuga, por sus muchos viajes fuera del país. No llegó a consumarla y la elección territorial del draft lo haría quedarse en Cincinnati.

Antes de su debut, Oscar iba a formar parte del equipo olímpico de Roma 1960, en rigor, el primer Dream Team de la historia por la potentísima generación reunida que tradujo su imbatibilidad en el torneo promediando más de 42 puntos de ventaja. Técnicamente, la carrera NBA de Oscar Robertson dificulta, aún hoy, su medida exacta. La noción misma de versatilidad nace con él y nadie la rescataría en mayor justicia que Magic Johnson.

Le bastaron dos años para romper la geometría estadística al promediar un triple doble anotando más de treinta puntos por noche, algo que nadie iba a acariciar durante más de medio siglo. Incluido nueve años seguidos en el equipo ideal, era tan extraordinario como para ser el único jugador rival que hizo conjugar a Red Auerbach el verbo “asustar”, rogando a sus hombres que estirasen los dedos con él. Dick Barnett lo describió de forma brillante al subrayar que cuando la defensa le daba una distancia, Oscar maniobraba para recortarla, y que más te valdría empezar lejos, porque en caso contrario, su habilidad terminaba sin remedio en bandeja. Pocos hitos tan relegados hoy día como que, siendo y ejerciendo como base, como total y absoluto director de juego, jamás lo hubo de mayor volumen anotador (26710 puntos) mientras seguía cubriendo la mayor porción de juego nunca vista.

Oscar Robertson

Y al mismo tiempo, subyugado a las leyes del juego colectivo, su década con los Royals vería a Celtics y Sixers formar un muro para alcanzar las Finales, incluso gozando de la compañía de Twyman, Lucas, Embry y Adrian Smith. Al menos Oscar fue el único jugador capaz de adjudicarse un MVP en la tiranía Russell-Chamberlain de nueve años.

A finales de los sesenta, después de que el técnico Ed Jucker decidiera hurtarle el balón sin ningún éxito, la llegada al banquillo de Bob Cousy, a quien Robertson había frustrado no pocas marcas, terminó en ruptura al primer episodio. La estrella tumbaría un traspaso a los Bullets durante una durísima disputa de dos semanas, hasta que en abril de 1970 fue enviado a los Bucks. No hizo falta esperar. Su unión con Lew Alcindor (poco después Abdul-Jabbar) dio como resultado el anillo y una de las más sólidas temporadas colectivas de siempre (66-16, 78-18), coronada por un barrido (4-0) a los Bullets. Aquella misma noche, tras liderar al equipo con 30 puntos, Oscar reconoció bajo una cascada de botellas en el vestuario que hasta entonces nunca había probado el champán. Con el ansiado anillo en sus manos, no faltaron especialistas que formulaban la razonable cuestión de si ‘Big O’ era el mejor jugador de siempre.

La vida en Wisconsin tampoco sería un camino de rosas. Así lo reconoció su compañero Bobby Dandridge, señalando que la polución racista llegaba a ser allí insoportable. Cuando Alcindor oficializó su cambio de religión y nombre, coincidiendo con el asesinato de siete activistas negros en D.C. a los que Kareem conocía, Oscar solo pudo compadecerle como lo hace un amigo. En adelante el gigante llevaría escolta. Y juntos, en 1974, aún habrían de visitar por última vez las Finales, cerradas tras siete inolvidables partidos del lado de los Celtics. Oscar dijo basta y decidió colgar las botas. Sin su presencia los Bucks pasaron del primer registro de la liga a cerrar su División.

La demanda

La relación de Oscar con el activismo fue la más pura posible: ignorar toda conciencia mesiánica y actuar únicamente bajo el impulso de la justicia. Nunca supo que estaba destinado a dar un golpe de mano que alteraría la estructura entera del deporte profesional americano.
El verano de 1963 un grupo de jugadores trasladó a los propietarios una serie de reclamaciones que seguían aplastadas bajo la alfombra.

Eran mínimos que incluían seguros médicos y de vida, pensiones, el pago de la pretemporada y la presencia de un trainer en los viajes. Nada de eso existía aún. Los dueños hicieron como que las tendrían en cuenta, pero pasaba el tiempo y no había respuesta. Así que meses después, en los prolegómenos del All Star de 1964, el primero retransmitido por televisión a todo el país, a celebrar en Boston bajo un fuerte temporal que obligó a varios jugadores a llegar en tren, un comité formado por Robertson, Heinsohn, Baylor y West, decidió, como última medida de presión, encerrarse en los vestuarios y negarse a salir hasta que los dueños accedieran a negociar mejoras en las condiciones de trabajo. No jugaban sucio. Horas antes habían expuesto la situación al comisionado Walter Kennedy, y los dueños rechazaron reunirse. Cuando vieron que los jugadores iban en serio y el evento corría peligro, tras un retraso de más de veinte minutos y amenazas en los pasillos, los jugadores lo consiguieron. Era un primer paso.

Fundado diez años antes el sindicato seguía sin superar la mera formalidad de la unión, sin acceder al plano operativo ni obtener alguna conquista reseñable. Aquella fue su primera demostración de fuerza como organización, a cuyo mando los jugadores eligieron a Robertson como su presidente para los siguientes nueve años (el primero de raza negra en la historia deportiva del país). Sucedería así a Tom Heinsohn, que tuvo el acierto de contratar como representante legal al brillante abogado de Harvard, Larry Fleisher.

Merece una pausa el absoluto control que ejercían entonces los propietarios sobre los jugadores. Expirado un contrato la franquicia podía unilateralmente renovarlo con un salario inferior sin que el jugador tuviera algo que decir. “Lo último que querían es que tú decidieras jugar para otro equipo”. Los derechos no expiraban, de tal forma que tras una retirada, un jugador que quisiera volver aún tendría que jugar para el mismo equipo. En una entrevista en 2017 Robertson iba más allá, sugiriendo que los dueños podían hacerte ver que no les gustaba el coche que te habías comprado, o la mujer elegida para casarte; podían entrar en tu casa como dueños de tu intimidad. “Por ellos, ni podríamos abrir la boca”. No había derechos para negociar ni participar en un repunte de beneficios de la propia liga.

Antes de 1967 ni siquiera había convenio. Ni salario mínimo, ni seguro, ni asistencia médica ni pensión. Oscar sufrió un fuerte impacto cuando supo de un jugador lesionado, apartado por ello y fuera de la liga sin compensación. Los jugadores propusieron un seguro colectivo que suponía mil quinientos dólares anuales por franquicia. Los dueños lo rechazaron.

Así hasta que en 1970, representando a los jugadores, Oscar Roberston interpuso a la NBA una de las demandas, a la postre, más importantes de siempre en el deporte americano. La demanda se sustentaba en tres pilares: paralizar la fusión con la ABA (porque esta suponía una opción mínima de fuga y la unión habría empeorado las cosas), fortalecer a los jugadores como entidad jurídica y combatir determinadas prácticas ilegales al amparo de las leyes antimonopolio (Sherman Antitrust Act). La demanda disparaba también al draft, un sistema cuyo proceder de derechos reservados distaba de ser completamente legal. La llamada reserve clause era una vieja herencia de la liga de béisbol (1870) que apresaba a un trabajador de por vida.

El litigio, dirimido en los tribunales, llegaría al Congreso y duró seis años, hasta la fusión efectiva con la ABA, momento en que el acuerdo –Robertson Settlement Agreement–, cerrado en agosto 1976, inclinó la balanza hacia los jugadores. Fue eliminada la retención forzosa por una nueva cláusula que permitía las ofertas, a la franquicia propietaria igualarlas y al jugador decidir.

La razón sigue hoy intacta como un principio fundamental: “Asiste a los jugadores el derecho de vender sus destrezas al mejor postor por el precio más alto posible”. El cambio provocó un nuevo escenario que promovía un mercado real, forzando a las franquicias a rivalizar por los jugadores, el bien más preciado de la industria.

También fue suprimida la compensación que estaban obligados a pagar los compradores, lo que disuadía las transacciones y reprimía el mercado. En consecuencia, la firma de agentes libres se multiplicó y la cotización al alza repercutió en los jugadores con una notable subida salarial. Se estableció además un salario mínimo de veinte mil dólares, un primer contrato tras el draft por un año con otro opcional y el derecho a pensión a partir de los 50 años.

La NBA se convirtió así en la primera organización deportiva en contar con un sistema real de Agencia Libre, replicado después por fútbol y béisbol. El proceso que ampliaba la movilidad no se consumaría en pleno hasta el nacimiento de la Unrestricted Free Agency en 1988 y el derecho efectivo de los jugadores a participar en un mercado libre. Todo esto es directamente atribuible al hombre cuya iniciativa llevaría el nombre de Oscar Robertson Rule.

Así no es de extrañar que su coherencia vital le hiciera muchos años después mostrarse públicamente favorable a esas decisiones de los jugadores que tanto incomodan a la opinión pública, celebrando la libertad en sus cambios de destino. “Aplaudo que además puedan ganar 30 o 40 millones. Se lo han ganado”. Como recordando que nadie recriminaba a los propietarios sus beneficios.

Toda la libertad de movimientos de las estrellas de hoy tiene su origen en la iniciativa de Robertson, que tras retirarse aún dedicó sus esfuerzos a mejorar las condiciones vitales de los afroamericanos en su tierra natal a través de una legislación municipal más favorable al acceso a la vivienda.

Con perspectiva histórica, su fuerza real contra las inequidades nunca tuvo el altavoz merecido, no el justo reconocimiento de que han gozado otras figuras cuando sus credenciales son incluso mayores. Cada vez que alguien se lo recuerda, él aparta su importancia, como ante la biografía que no creía tener.

En 1997, cuando las líneas de prensa corrían a celebrar el 50º aniversario con hagiografías de sus 50 mejores, supimos, como una nota a pie de página, que había donado a su hija de 33 años, enferma de lupus, uno de sus riñones. Era una mención de intimidad y voz baja, con el mismo discreto plano ocupado como figura pública en las últimas décadas. Tanto por voluntad propia como por selección mediática, que es al fin y al cabo la que dicta qué, quién y por qué hay que recordar. Y así seguirá siendo hasta el día de su muerte, cuando todos se atropellen en extraer su legado y memoria.

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