Volvamos más o menos un año atrás: lo que se escribía y decía del joven francés Victor Wembanyama era un tributo a lo extremo, una hipérbole a los límites de la naturaleza humana, a mucho mayor grado que cualquier jugador precedente y en todas partes, que para eso el mundo es hoy aldea global. Tan solo un puñado de titulares al azar sugería algo así como una vieja cabecera de videoclub pasillo ciencia-ficción: venido de otro mundo, el alien ya está aquí, no estamos preparados, la cosa, el gigante líquido, el unicornio final y cosas así. Hoy vemos que aquellas exageraciones podían no serlo tanto, o responder sinceras a alguna realidad no sida hasta ahora. Porque Wembanyama, Wemby para el gran público, puede no tener comparación posible, o sea no tener pasado y solo abrir futuro.
El francés no es el primero, y tampoco será el último. Pero cada vez que del cielo descendió al baloncesto uno de estos perfiles imposibles, algo terminó ocurriendo que la fábula duró poco, como si estos gigantes frágiles fueran más cosa de cómic que de vida real. Por eso importa tanto, porque está aquí, ha nacido y cumplido sano un primer capítulo.
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En aquellas líneas grandiosas, se insiste, las más adjetivas que haya visto un recién llegado a la NBA en este siglo, había una especie de competición por ver quién tiraba más lejos y con mayor precisión para definirlo. En esa barra libre, por ejemplo, Shea Serrano atinaba en SLAM con la idea de que ningún gigante anterior presentaba igual finura al conducirse, como si sus 224 centímetros se plasmaran en una escala distinta a la nuestra. Que al contrario de otros gigantes, “él es diferente, es real, es suave, es fluido, es coordinado, es hermoso, es devastador, es como si lo hubiera diseñado Dios, y eso es lo que lo hace extraño de un modo como no habíamos visto”. Esta sola síntesis, tal vez cumbre, vale para ilustrar aquella oleada por el fenotipo que teníamos delante: la forma divina de un baloncesto futuro, un viajero del tiempo, la demografía media de aquí a cien años.
Y un buen día arrancó su carrera en la NBA, una cosa que en pocas semanas muta en un ruido de fondo que todo lo amasija, y también a Wemby, que fue pasto de una realidad que modulaba sus poderes a un escenario muy superior a la liga francesa y lo hacía un poco más mundano (en un equipo muy pobre). Y enseguida empezó a ser posible un scouting a su figura también más normalizado, como a todo cristo, entre lo bueno y lo malo, y solo en su caso, también a lo increíble.
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Descifrar lo inusitado
Era esto último lo que hacía volver al principio: estábamos, en palabras de John Hollinger, ante “uno de los jugadores más versátiles en los anales del juego”. Y todos coincidían en que Wemby producía más highlights por minuto que nadie, salieran bien o mal. Que muchas acciones, condensadas en un mate largo, un reverso al exterior, un triple profundo, tapones con el brazo a media asta, provocaban un pasmo generalizado por verlas así, al natural en una talla monstruosa. Y enseguida Youtube se llenó de él, que bastaba verlo ahí abajo, en pie, abierto de brazos, dando unas zancadas o recibiendo algún balón para intuir que en todo lo que hacía se daba algo nuevo, muy verde aún, pero inusitado, desconcertante y asombroso.
Y andando la temporada la cosa empezó a enfriarse cuando su equipo, los Spurs, iban cayendo a la nada hasta las dieciocho derrotas seguidas. Y ahí los artículos y visiones de Wemby templaron algo más, se humanizaron por fin y empezaron a hablar de impacto, desdoblado en ataque y defensa. Y solo en ese momento el jugador se hizo más descifrable.
Digamos que ha sido en ataque donde Wemby ha podido resultar más ordinario, más inmaduro y por hacer, muy por hacer en poder y recursos. Al principio, nada llamaba más la atención que el reach de tiro, su alcance vertical, cuyo término de manos pasta cómodo por encima de los tres metros y es prácticamente imposible de taponar. “Puedes pegarte a él –repetían muchos rivales–, que el tiro lo va a sacar igual”. Y que la clave estaba en desequilibrarlo apretando su tronco inferior, aún tierno y endeble. Cada vez que Wemby recibía al poste, los defensores lo movían con facilidad, de manera que su mayor amenaza, casi la única, estaba en la recepción alta al corte, los llamados lobs. Una noche en Atlanta, tan solo en la segunda parte, firmó así nueve mates como habría firmado el doble de acertar en cada envío. Ese terreno virgen de ataque sugiere que puede haber en él un proyecto de interior dominante, pero aún no lo sabemos. De ahí que la crítica más recurrente a los Spurs haya sido la falta, la necesidad casi urgente de darle un base, o varios, darle proyectores de juego que hacerle llegar el balón en condiciones óptimas. Al martillo más demoledor del mundo le han faltado manos para levantarlo y percutir.
Popovich mentor
Popovich ha realizado este año más probaturas que nunca, también con él, sacándolo fuera, haciéndolo cuatro, empleándolo como screener, como roller y como finalizador. Y cuando vio que Jeremy Sochan iba justito como generador y que Tre Jones era lo más cercano a un playmaker de que disponía, fijó a Wemby como cinco y ese fue su punto de partida, su arranque y progresión, como a partir de Navidad, cuando vimos dispararse algunas proporciones: en un tramo de diez partidos Wemby rozó el punto por minuto, el 63% de acierto en la pintura y un incremento de tiros libres, todo derivado de emplearle mucho más como arma terminal en los cortes a canasta. Wemby ganó así en eficiencia. “Ha mejorado su agresividad, la está entendiendo mejor –apuntaba el técnico–, ahora se propone como receptor en el instante que debe y no antes, y el equipo va viendo dónde hacerle llegar el balón”. Como estaba previsto, Popovich ha sido su maestro cada minuto de temporada, y se propuso con él ese doble juego de palo y zanahoria. De esta hubo mucho al principio, dando a Wemby una libertad controlada para desnudarlo, para que el joven viera por sí mismo sus errores: mala selección de tiro (larga y precipitada), bajo acierto exterior, un abuso del bote como lucimiento –“ballhandling adventures”– que multiplicaba sus pérdidas (42 en once partidos), y el escarmiento de las faltas, muchas, innecesarias y a destiempo.
En aquellos dos meses vimos, más que al jugador, a la hormona de querer llegar a todo, al fideo interminable que no medía los espacios porque le iban todos pequeños, comiéndose el juego de corrido y vertical. Vimos, en suma, la caricatura natural de un chico de 19 años. Y un montón de apartes en la banda con Popovich, que serenamente lo corregía y le pedía una mayor templanza y paciencia. Esa relación ha sido, a diferencia de lo que vimos con otros dioses (Robinson, Parker, Ginóbili, Duncan) mucho más suave y aleccionadora. Porque Popovich no ignoraba su voluntad, sus ganas de hacerlo bien, su déficit de fuerza inferior y su falta de picardía. Y ahí el viejo obró en consecuencia.
Al servicio de una causa
Mediada la temporada, la atención pública con el novato enfrió porque su impacto en el equipo no era, como él, nada de otro mundo. En esto acertó Mike Monroe, cronista de los Spurs, por la decepción que suponía verlos últimos del Oeste, y al mismo tiempo tratar de disculpar al joven. Que por favor, decía, no se acusara de nada al jugador que lideraba al equipo en puntos, rebotes y tapones bajo una restricción de minutos, y cuyas seis bajas no habían dado una sola victoria. O sea que el equipo, el diseño y valor de plantilla, no estaban a su altura.
La restricción de minutos fue una constante con Wemby por seguridad, por conservarlo en una urna de cristal. Se ignoraba cómo se manejaría en pleno girar de temporada, cuál sería su respuesta física, y al pisar a un ballboy en Dallas y doblarse el tobillo, saltaron las alarmas por aquella temida fragilidad. Este año, ningún jugador en toda la NBA ha estado sometido a un mayor y más preciso grado de escrutinio médico, a los avances de la ciencia preventiva. A la menor señal de estrés en músculos, articulaciones o fatiga, Wemby era baja automática. ¿La mejor señal? Que finalmente ha dado muy pocas señales de riesgo y bajas (once), todas controladas.
Wemby está al servicio de la causa, que de momento es lo que Popovich diga. Durante el parón del All Star el viejo reunió a la guardería. Hasta entonces las cosas habían sido malas, duras (11-44), y los datos del equipo eran todos de furgón de cola. Popovich eligió uno, el Net Rating, la diferencia entre puntos anotados y recibidos por cada cien posesiones, una variable de eficiencia en la que los Spurs ocupaban la posición número 28. El mensaje fue claro, como para motivarles: “Os reto a mejorar nuestro rendimiento de aquí a final de año; vamos a hacer algo que nos acerque en algún punto estadístico como a mitad de tabla, tan solo en ese tramo”. Dicho y hecho. En esa variable general el equipo iba a pasar del –8.5 a un –1.9, siendo ese repunte de +6.6 el mayor entre los treinta equipos de la NBA. Y andando las semanas los Spurs dieron victorias ante Pacers, Thunder, Warriors, Suns, Knicks, Pelicans y Nuggets.
Wemby effect
Pero sobre todas las cosas, emergió el Wemby defensivo, su poder inigualable en la protección del aro, codeándose hasta el final con el grupo de cinco mejores de la liga. En lo más visible, el francés empezó a dispararse más y más en la cabeza de taponadores cuando ese registro no era más que la punta del iceberg, un iceberg gigantesco. En la escena NBA empezó a hacerse familiar, o sea viral, el llamado Wemby Effect, que consistía en el abrumador volumen de inhibiciones de ataque que su presencia provocaba. De otro modo, el pánico a lanzar con Wemby a distancia de tapón, la distorsión y renuncia al tiro, una cobertura espacial que nadie sabe bien dónde empieza y termina. “Los rivales, de pronto, alteran drásticamente su intención de tirar, o la aplazan, ya sea reculando fuera de su alcance o pasando el balón a un compañero”, algo así como sacudirse el marrón de encima.
En la era de la Big Data ese temor no es computable. Hay que rebobinar mucho para encontrar un paralelismo cercano, que eso mismo sufrieron los rivales de Wilt Chamberlain, del joven Shaq que pretendía llegar a todo, y de Manute Bol, que a diferencia del francés anclaba su poder en los aledaños del aro. Con Wemby ese miedo es circular a su presencia, como una onda expansiva que se estira en el espacio, todo lo móvil que su ligereza y alcance permite concebir.
Wemby está al servicio de la causa, que de momento es lo que Popovich diga. Y en nada ha convencido más al viejo que en su modo de hacer y pensar, que la adversidad y un pobre entorno competitivo no lo han desmotivado ni desviado una micra del camino. Que el chaval, acertaba Zach Lowe, “nunca ha jugado como si los partidos no importaran. Ha jugado cada minuto para ganar y de la manera correcta”. Y esa manera piensa únicamente en términos de equipo.
Cabeza bien amueblada
Wemby no ha puesto condiciones. Y la única, resulta que tiene su encanto, como si llevara encima esa vieja distinción de la cultura francesa. Avisó que no cogería llamadas pasadas las nueve y media de la noche, que tras la cena dedica un rato largo a la lectura, antes de acostarse a la hora de un abuelo. Señales así, de cabeza amueblada, a prueba de bombas y mocedades, dieron tipos como Abdul-Jabbar, Pau Gasol, o en esa misma casa, el totémico Tim Duncan, al que ha empezado a replicar como estrella pacata y aburrida. “Una especie de madurez te asalta en cuanto interactúas con él –escribía un insider–. Y si no entiende algo, modestamente te pide que por favor se lo repitas”.
Solo un año y en el hogar texano van tranquilos y satisfechos con él: pies en el suelo y alumno que progresa adecuadamente. Dice Popovich que el chico es una esponja, que “lo entiende todo debido a su inteligencia y modestia”.
Al final, todo ese aluvión de declaraciones asombradas ha venido de boca de jugadores rivales, que no habían tenido delante una cosa así. En su mayoría apuntan a un futuro aterrador, previsión que puede decir tanto como nada. Por eso valdría destacar unas palabras de Embiid cuando fue preguntado por él, y como viéndose a sí mismo unos años atrás, entre la expectativa y la incertidumbre, el pívot le aconsejaba no ser muy duro o crítico consigo mismo, que aprenda pero que decida qué quiere ser, si Durant o Embiid, o una mezcla de ambos, y que no saberlo se le había notado mucho en la primera mitad de curso, como si se viera un poco forzado por demostrar. A Wemby debió calarle el asunto, dado que en adelante dejó de forzar muchas cosas, efectismos de ataque, y resulta que fue entonces cuando más temible se volvió. Todos sus índices a ambos lados mejoraron tras aquel último desafío de Popovich.
Futuro apasionante
Wemby ha terminado liderando a la cosecha de novatos en puntos, rebotes, robos, tapones y eficiencia neta, totales y promedios que invitan a la reflexión cuando su minutaje ha estado por debajo de los treinta minutos. La temporada ha servido además como aperitivo a una jugosa rivalidad con otro unicornio, Chet Holmgren, marcando tal vez un punto de inflexión en la presencia cruzada de los nuevos gigantes móviles y ligeros, con ambos jugadores como preámbulo del futuro.
Durante todo el año sus compañeros han visto cómo el francés se llevaba, noche tras noche, un insufrible grado de atención que arrollaba con ellos y con todo. Al extremo de que el Departamento de Comunicación del equipo rogó a los beat writers repartir algo más las preguntas hacia otros jugadores, cosa imposible con la prensa gala desplazada allí. Popovich reconoció un gran recelo por todo esto, algún temor por el chico, pero pasados unos meses dejó de preocuparse. “Sabe lo que pasa con él y le resta importancia. Tiene ese carácter y ese punto de humor que tanto me gusta”. Hace poco supimos que Wemby rechazó la invitación del rapero Drake a subir al escenario porque sus compañeros, alegó el francés, no podían acompañarlo. Gestos así ya tuvo en su club anterior (Metropolitans 92), cuando quisieron destinarle un preparador a solas y él se negó si los demás no iban a disfrutarlo en iguales condiciones.
Como se ve, en esto de egos y vanidades, Wemby no presenta ningún riesgo.
Cerrando el año se repetía en todas partes una frase/idea que corrió como la pólvora y que sugiere lo siguiente: si esta es la peor versión que vamos a ver de Victor Wembanyama, que Dios nos coja confesados. Dadle dos años, resumía Grant Williams, “and he’ll be a major problem”. Profecía muy difícil de desmentir.
Dos años y salud, y un base, y un equipo alrededor. Eso es todo.
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